Hasta podría alguien acusarnos de obsesionados con respecto a determinadas cuestiones... y quizá tendrían razón. Pero ¿acaso tenemos alguna culpa por el hecho de que nos duela en el alma nuestra tierra y las señales inequívocas de su decadencia?
No es que no nos resignemos, es que, en nuestro deseo de ver algún signo positivo, nos gustaría no tener que ejercer permanentemente este oficio tan poco grato de agoreros o simplemente de cronistas de una asfixiante realidad. Hoy el síntoma de la enfermedad viene manifestado por el cierre de un kiosco, de mi kiosco; otro día será una fábrica, al siguiente nos recordarán los cientos de pequeños negocios que han dejado caer, por última vez, una ya desesperanzada trapa, y otro vendrá con su carga de población perdida... Seguimos rodando por la pendiente del desamparo, la frustración el abandono y hasta la incuria.
El kiosco, en cuestión, a nuestro entender, y quizá mediatizados por lo que representaron algunos de su misma especie en nuestra infancia de niño llegado del pueblo, representa todo un símbolo de la salud de una sociedad pues concita los intereses de las dos franjas de edad más señaladas: la niñez y la madurez, sin despreciar, evidentemente, el resto. Por el kiosco pasaban el niño y el abuelo con su carga de cariño envuelta en dulces, la pandilla de guajes que devoraban TBOs, Hazañas Bélicas, historias del Capitan Trueno o aquellas otras de superhésoes americanos, en algunos casos alquilando únicamente la lectura pues la propina no daba para más; el adolescente que se pretendía joven al calor de un cigarrillo suelto y clandestino, el adulto que reservaba aquella novela de gran tirada que, en su número de promoción, acompañaba gratuitamente al períodico del domingo, incluso a cambiar aquellas otras de Marcial Lafuente Estefanía o las interminables historias de amores más o menos turbulentos; hasta algunos se acercaban a comprar el pan que allí había dejado el panadero de un pueblo sin posibilidad de despacho en la ciudad. ¡Toda una institución, sí señor! Saludo a cualquier hora del día, plaza principal del barrio y hasta tertulia improvisada al run run de las noticias más calientes.
Pero los tiempos de enflaquecimiento colectivo han llegado con toda su crueldad de bíblica plaga, llevándose por el sumidero de una abominable realidad hasta estos pequeños negocios, pasatiempos apenas y precarios apoyos de personas en la pura raya de la jubilación. ¿Qué no cabrá esperar del resto de las actividades generadoras de trabajo y riqueza? Los polígonos industriales están donde están y se potencian los que interesan al señor que manda hasta con la obscenidad propia de un viejo señor de horca y cuchillo; con ellos se van los jóvenes. Los ancianos tienen la mala costumbre de dar el paso hacia el más allá y, en el más acá, cada día somos menos; y al propio tiempo menos activos, menos reflexivos, menos combativos, con menos poder político, económico y de influencia sobre cualquiera aspecto que viniera en un necesario socorro de esta adormecida sociedad.
Nuestras minas se cierran, el campo apenas existe, el sector turístico registra “los peores datos desde el 2005”, ya sumamos más de “10.000 pisos nuevos sin vender”, lo que ha supuesto la quiebra de “200 promotores constructores”, naturalmente y entre otras razones por falta de pájaros que meter en la jaula (“20.000 habitantes perdidos”), se contabilizan unas “2.000 tiendas cerradas”, se abre, de nuevo, el camino de la emigración (“7.000 trabajadores abandonan León por el extranjero por culpa de la crisis”), el número de viajeros en nuestro fantástico aeropuerto sigue cayendo por falta de apoyo y de vuelos, y ello en beneficio de otros de cuyo nombre no queremos acordarnos (se han llegado a suprimir vuelos que hasta eran rentables...), etc., etc. No se trata ni de aburrir ni de recordar lo que todos, desgraciadamente, sabemos.
Únicamente recordar que, según el académico Miguel Antola, “el futuro lo determina la voluntad de los individuos y no la historia”. Y así debería ser también aquí, si no hubiéramos perdido el sentido de la dignidad y hasta el del respeto por el legado recibido.
En resumen que mi kiosco, apuntándose al movimiento de retracción y abandono, en todos los órdenes, ha preferido retirarse de un mundo del que no deseaba ya ser, en modo alguno, testigo. ¿Para qué? Siempre será más sencillo matar al mensajero que cambiar el mensaje... o bien obligarle al pobre a que se suicide. No carga las conciencias y es muchísimo más higiénico y barato; ¡dónde va usted a parar!
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