sábado, octubre 15, 2005

Proclama del 24 de Abril (2005)


“Leoneses, la patria está en peligro. Fuera los traidores” En la soleada mañana de un 24 de abril de 1808, León iba a escribir, tras este grito, una página más de su historia gloriosa y dilatada. Un suceso verdaderamente memorable, que, “a pesar de su resonancia y grandeza, como escribiera Miguel Bravo Guarida, ya en 1903, casi se ha perdido en la memoria de las gentes e incluso ha sido negado por algunos autores de nuestros días”. Recordemos, sin embargo, el comienzo del famoso manifiesto del coronel D. Luis de Sosa: “¿Cuál de todas las provincias de España podrá disputar a la de León la gloria de haber sido la primera en alzar el grito del patriotismo y de la libertad?”

En efecto, una vez más “y sin esperar por nadie, León gritó, ‘fuera el invasor’”.

Así rezaban unos carteles que salpicaban, en púrpura, las paredes de esta ciudad, cuando España apenas se desperezaba de un sueño de 40 años. Era también un día como hoy, un 24 de abril, y se trataba, con ellos, de recuperar la memoria colectiva del hecho que hoy aquí nos concita.

“Fuera el invasor”: ese ha sido, quizá para nuestra desgracia como pueblo, un grito constante que han tenido que corear, muchas veces, nuestros antepasados. Pero la trayectoria histórica o legendaria de un pueblo no sólo está tejida de héroes, de batallas, de pronunciamientos, sino, y sobre todo, de voluntades, del deseo firme de pertenencia a una colectividad y del convencimiento profundo del derecho y el deber de defenderla, de seguir cultivando cada mañana eso que se podría denominar, pura y simplemente, “identidad”.

No se trata hoy y aquí de definir este término sino de reivindicarlo, de gritarlo a los vientos del presente y del futuro ante un hecho glorioso del pasado; precisamente ahora cuando, desde el poder de los boletines y repetido por el eco de huecas campanas, el nombre de León y el término de lo leonés parecen deber ser puestos en tela de juicio o tras las rejas de una duda que hace flojear los espíritus y quebrarse las conciencias de los más débiles o los más acomodaticios.

“Fuera los traidores”, repitió el eco que atravesaba estas humildes calles del barrio de Santa Marina la Real; pero este grito llevaba en sí mismo un virus de inconformismo que contagió de inmediato a toda la ciudad, hasta hacer doblegar las voluntades de los poderosos, de los supuestos representantes del pueblo que, aquí también, confundían la verdad oficial con la verdad real, la sociedad imaginada y tal vez deseada con la sociedad verdadera.

¡Y tuvo que ser otra vez el francés...! ¡Cuántas veces hemos oído y repetido aquella frase: “el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla!”

No pretendemos glosar ante ustedes unos hechos sobradamente conocidos pero sí conviene no olvidar que León, sí, unos antepasados nuestros tuvieron la gloria histórica de ser los primeros en manifestar claramente su oposición a quien pretendía apoderarse del reino. Aquel 24 de abril de 1808, día en el que, contraviniendo las órdenes que llegaban, tanto desde la capital, como desde Burgos o la chancillería de Valladolid, se proclama rey a Fernando VII, entre los vítores del pueblo y el tremolar del Pendón real.

Resuena, de nuevo, en nuestros oídos, la historia y nos transporta, varios siglos atrás, ante otro hecho, mitad real, mitad legendario (¿y por qué no?) del intento de poner a los pies de otro emperador francés, Carlomagno, el reino Astur-Leonés, apenas nacido. Y cuentan los romances que fue también un leonés, Bernardo del Carpio, el que lanzó aquel otro grito que que se recoge en el bellísimo romance VI del ciclo a este héroe dedicado.

“Fuera el invasor”, repiten los ecos de la historia, las piedras de nuestras murallas, los símbolos de nuestra identidad y los libros de nuestras bibliotecas. Pero ¿quién se atreve a escuchar hoy, ahogados por voces y ruidos discordantes, los gritos del silencio?

¿Quién se atreverá a reivindicar, entre nuestros héroes a aquellos que fueron, más tarde, fusilados por oponerse a los que habían invadido nuestra tierra? ¿Dónde estará el reconocimiento público para personajes como el irreductible húsar Tiburcio Fernández Álvarez, del sitio de Astorga, o para aquel joven estudiante Isidro Valbuena, portador de la noticia del levantamiento y que, como un nuevo Filípides, murió tras su vuelta a casa...? Que se llamaba, tal vez Francisco Martínez o tal vez Armendáriz... ¿Qué puede importarnos ahora? ¿No se rinden homenajes a héroes o soldados desconocidos?

Héroes desconocidos, peor aún, héroes ignorados son los que reclaman su lugar en la historia por medio de estos gritos silenciosos de piedras, ya viejas y cansadas de proclamar sus verdades.
No ignoraron los franceses, en sus acciones posteriores, que había sido, precisamente, de aquí de donde habían salido las primeras postas para alarmar a otras provincias limítrofes pero, como en tantas otras ocasiones, primero la infamia y luego la desidia vinieron a cubrir con sus velos de oprobio un hecho de la mayor relevancia.

La sangrienta jornada del dos de mayo en Madrid oscureció cualquier otro suceso, bien es cierto, pero también algo que hoy, por desgracia, conocemos y padecemos; en la actualidad se denomina manipulación. Un tanto más burda, es cierto, en el momento, porque, utilizando maneras más propias de una denostada Inquisición, el general Murat, al leer la proclama leonesa en la Gaceta de Madrid, mandó, según relatan los historiadores, quemar toda la tirada e imprimir otro número sin el parte de León. El crimen siempre deja huellas; hoy, en la Biblioteca Nacional, en el número 43 correspondiente a ese día de 25 de abril de 1808 se puede seguir leyendo la noticia del levantamiento de León.

“Fuera el invasor” gritaron, sin duda, aquellos 8.000 jóvenes leoneses que, según las crónicas, participaron ya en los enfrentamientos armados del 12 de junio en Cabezón y el 14 de julio en Rioseco, retirándose a la montaña, tras el descalabro sufrido en esta batalla. Pero, a la par que la guerra, también se trataba de reconstruir un país; por eso, de la forma más rápida que las circunstancias lo permitieron, comenzarán a constituirse las llamadas Juntas Provinciales, interpretadas por algunos historiadores como “una manifestación del ‘federalismo instintivo y tradicional’ del pueblo español que surge en circunstancias de gran peligro”.

Tampoco León podía quedarse atrás; en concreto, en esta ciudad, y en fecha relativamente temprana, se formó la Junta Suprema del Reino de León, el 30 de mayo de 1808, y el 10 de agosto se redactó y ratificó un Tratado de unión entre los reinos de León, de Galicia y de Castilla, como inicio de la formación de un gobierno de todos los reinos y provincias de la monarquía española.

No creo deber, sin embargo, hacer una enumeración pormenorizada de los hechos sino que he sido elegido, para glosarlos, como representante de la Asociación de vecinos de este barrio que muestra, a jirones de piel, la historia pegada a sus viejos edificios. Puesto que fueron ellos, sí, los vecinos de esta ciudad los que, de manera anónima, pero a una sola voz, lanzaron aquel grito de libertad que hoy recordamos con emoción y tal vez con nostalgia; con la nostalgia que produce el sentimiento de no haber sabido, quizás, honrar su memoria y sobre todo seguir su ejemplo.

“Fuera los traidores” en la madrugada del 7 de junio de 1810 y apoyados por algunos leales, una partida de 60 patriotas leoneses, entrando por la puerta del Malvar, iba a consumar el sacrificio supremo de su vida tratando de liberar la ciudad de la guarnición francesa que, en número muy superior, custodiaba la misma. Tras varias horas de duros y encarnizados combates, los últimos valientes fueron abatidos en este corral de San Guisán, entrando, por la puerta grande, en la historia leonesa, a pesar de las opiniones ¿sesgadas también quizás? de algunos que se han atrevido a calificar el hecho como “la algarada del corral de San Guisán (...) que el patrioterismo romántico local se ha encargado de propagar”. ¿Acaso tampoco tenemos derecho a reivindicar la cuota de heroísmo de nuestros antepasados? Cuando no se dispone de un Goya para pintar unos fusilamientos, no se puede inferir por ello que los mismos no existieron; peor aún, cuando se pierden o no se saben ganar las incruentas batallas de la vida de todos los días, otros parecen encontrar el derecho para reescribir o reinterpretar, a los dictados del poder, la historia de las mismas.

Gloria, honor y recuerdo, pues, a los leoneses que lanzaron el primer grito de libertad contra el invasor, dignos descendientes, sin duda, de aquellos que 620 años antes, en aquel recordado 1188, y no muy lejos de este lugar, habían comenzado a poner la primera piedra del edificio de una democracia parlamentaria que hoy disfrutamos.

Hoy no me atreveré a pediros, como D. Luis de Sosa, que repitáis el grito que aún renuevan los ecos de este corral; para terminar, únicamente solicito de vosotros que coreéis conmigo y con todo el sentimiento de vuestros corazones, ¡VIVA LEÓN!

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