Este es el título de una Carta al Director, publicada en El País el pasado 29 de Septiembre (http://www.elpais.com/articulo/espana/coste/becas/elpepuesp/20100929elpepunac_32/Tes) que nos remitió nuestro amigo José María, y si bien no se trata de un tema específicamente leonés, nos vemos retratados en él "gracias" a la sangría juvenil que padece el País Leonés desde que "de hoz y de coz" nos metieron en esta autonomía inventada. La pérdida de nuestros jóvenes (según algunas informaciones 10 diários, 5 de León, 3 de Salamanca y 2 de Zamora) tienen una serie de efectos perversos: perdemos nuestra juventud más preparada, lo que conlleva que el esfuerzo económico realizado en su formación se aprovecha lejos de nuestra tierra, por otra parte, al establecerse en otras tierras, baja la natalidad en la nuestra, poblada cada vez más por jubilados y pensionistas y para terminar se despueblan nuestras zonas rurales por el doble motivo de la falta de juventud y por el necesario éxodo hacia la ciudad de los mayores, necesitados de tener cerca médicos especialistas y hospitales.
Y, insistimos, si bien es cierto que la carta que publicamos a continuación no habla del País Leonés sino de Asturias y es, sin duda ninguna, "exportable" a cualquier otra región española, no es menos cierto que en nuestra tierra esta situación se ve agravada por la situación de dependencia a la región vecina que padecemos.
Volviendo, sin embargo, al contenido de la carta, el Húsar se pregunta ¿hasta cuando un país puede seguir soportando una sangría como la descrita por esta persona? ¿Alguien puede creer, sin caer en el más espantoso ridículo, que en estas condiciones podemos ser considerados un país serio y desarrollado en el concierto de naciones del primer mundo? ¿Cómo es posible que en pleno siglo XXI sigamos haciendo bueno aquello del "que inventen ellos" mientras pagamos ingentes cantidades de dinero por derechos reales de inventos extranjeros, muchos de los cuales tienen un "padre/madre" español?
Claro, que siempre habrá algún "político iluminado" dispuesto a defender "el derecho de los jóvenes a marcharse a trabajar fuera", como si los que se van lo hicieran, en el 100% de los casos, guiados por su afan aventurero y su espíritu viajero, en lugar de hacerlo porque, en la mayoría de los casos, no les queda otro remedio.
A continuación, la carta prometida:
España invirtió en mí casi diez millones de pesetas y ahora lo está aprovechando otro país
ANÓNIMO (*) (HISTORIAS DE LOS LECTORES) - Costa del Pacífico de EE UU - 29/09/2010
Estudié toda mi vida con becas. Eso, dicho así, parece una frase hecha, pero no. Estudié toda mi vida con becas, que significan -entre otras cosas- dinero de todos los contribuyentes. Con 14 años, el estado empezó a pagarme 14.000 pesetas anuales a modo de beca para materiales. Tengo 31 años, así que hablamos de 14.000 pesetas del año 1993. Desde los 17 me becaron con 32.000, con lo cual para cuando acabé el instituto el Estado había ingresado en mi cuenta 92.000 pesetas contantes y sonantes.
Entré en la Universidad y también tuve becas, nunca tuve que pagar ni una sola matrícula. A una media de, pongamos, 75.000 pesetas por curso, eso hacen 375.000. Además, recibí una beca escolar que, de media, eran unas 150.000 pesetas anuales: 750.000 en los cinco años. En quinto de carrera tuve, además, una beca de colaboración de mi Departamento. Se suponía que era para aprender a investigar, pero lo único que me enseñaron fue a cargar carretillas de papel para la fotocopiadora, hacer funcionar la fotocopiadora y cambiar el tóner de la fotocopiadora. Me pagaron 23.000 pesetas al mes, diez meses. Total hasta aquí 1.447.000 pesetas. Unos 8.700 euros.
Recibí cuatro becas diferentes para hacer el doctorado. La primera que acepté era de una fundación que me pagaba cuando le parecía oportuno, no me daba recibos del pago y, además, me metió en líos con Hacienda. En cualquier caso, seis meses a 600 euros, 3.600 euros. Poco tiempo después recibí otra con patrones que me timaron en menos aspectos. No me contrataron, pero me hicieron firmar dedicación completa. Trabajé para ellos bajo la miserable forma de una beca: di clases, publiqué en revistas, hice estancias de investigación... pero días cotizados, cero. 800 euros al mes, 36 meses, 28.800 euros en total. A eso hay que sumar tres estancias de investigación en prestigiosos centros del extranjero, a digamos 1.200 euros de subvención cada una. Esto ya parece el 1, 2, 3... 41.100 euros de todos los españoles. El último año, por fin, los becarios de investigación conseguimos que se nos hiciera un contrato. A la hora de firmarlo, te daban un papelito donde tenías que firmar que renunciabas a tu baja maternal, en caso de quedarte embarazada. Eso sí que son políticas de conciliación y lo demás cuentos. Nos daban, por primera vez, paga extra. Se la llevó Hacienda, pero la sumo igual. Doce meses, catorce pagas, a 1.100 euros, 15.400 euros, 56.500 en total.
Ahora viene la pirueta. Después de seis años trabajando para la Universidad, había cotizado un año. Cobré el paro y envié currículos. 630, mi madre lo recuerda bien. Durante mis dieciséis años en el mercado laboral español tuve los empleos más diversos además de la Universidad: guía turística para la tercera edad, traductora de manuales deportivos, profe particular, manufacturera -que no diseñadora- de bolsos y abalorios, dobladora de anuncios de radio... Que no se diga que no lo intenté en varios campos.
Lo intenté con todas mis fuerzas. Me agarré a la tierra de Asturias con pies y manos. Estuve un año en el paro, con una carrera, un máster, un doctorado, cuatro idiomas y dispuesta a trabajar de lo que saliese... pero no salió nada. En unos estaba demasiado formada, en otros no daba, literalmente, la talla -hasta para dependienta de tienda de ropa de adolescentes me presenté-, así que decidí emigrar. El camino fuera de Europa no es sencillo: veo a mis padres por Skype, mi presencia empieza a borrarse de los recuerdos de mis amigas -"¿todavía vivías aquí cuando pasó eso?"- y suplico a las alturas que el señor de inmigración no se quede con mi barra de turrón de Suchard y mis latas de bonito en aceite cuando vuelvo, siempre antes de Reyes, a incorporarme a mis clases en una estupenda Universidad de la soleadísima costa estadounidense del Pacífico. Lo más triste es que soy feliz aquí, a pesar de que veo la tristeza inmensa en los ojos de mis padres.
En resumen, España invirtió en mí, directamente, casi diez millones de pesetas, además de la formación universitaria, y ahora lo está aprovechando otro país: un lugar donde me siento un miembro útil y productivo de la sociedad. El problema más grande es que mi caso no es único. De mis quince compañeros del doctorado, solo dos están trabajando en España, en condiciones lamentables, eso sí, en la Universidad. Solo en nosotros, solo en nuestro pequeño rinconcito de la sala de becarios con sus palomas anidadas en una ventana, el Estado español tiró a la basura 130.000.000. Ciento treinta millones de pesetas que estábamos deseando revertir a la sociedad en aquello para lo que nos habíamos formado, pero no nos resulta posible. Trabajamos un tiempo gratis, mucho tiempo sin contrato, muchas más horas que una jornada estándar, sin sanidad, sin derecho a baja maternal, sin derecho a paro y, sobre todo, sin derecho a quejarnos. Porque éramos unos privilegiados, la creme de la creme de la intelectualidad que iba a llevar a España a cotas nunca antes conocidas. Y eso último es lo único cierto. Somos la generación que va a llevar a España a cotas nunca antes conocidas de desesperación, de frustración, de angustia, de parturientas añosas, de abuelos que van a tener que aprender chino o inglés para preguntarle a sus nietos -por skype- de qué color es la bici que piden a los Reyes Magos en casa de los abuelitos y que les va a llegar por correo.
(*) Este lector ha pedido expresamente que no facilitemos su nombre.
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