Hoy me retiro, me pongo el saco del perdedor,
Hoy me declaro vencido, regreso vacio
Tan solo con su desamor
(Lazcano Malo)
¿Será quizás el tiempo, este tiempo dulzón y triste, melancólico y tenso, preñado de promesas de lluvia y de cascadas de vanos compromisos ante inminente llamada a unas urnas en exceso manidas, vulgares y sabidas? Será...
¿Será tal vez el postrado desánimo que mina, que socava y hasta carcome la voluntad más ferrea cuando el tiempo se ensancha al mismo ritmo que decrecen los frutos conseguidos tras inútiles luchas? Será...
¿Será, más bien, forzado desaliento, arma efizaz del mal y de todo poder con inconfeso afán de perpetuarse, lo que nos arrastra bajo el enorme peso de la negrura de un desespero? Será...
Es cierto; cuando ya, con el poeta, estamos “quemando el último leño en el hogar” de nuestra esperanza, la realidad que se estrella contra nuestra vivencia cotidiana apenas invita a sentirse ni a un diez por ciento esperanzado ante el futuro.
¿Pero qué hemos podido hacer para merecer esto? Echando la vista atrás, incluso sin ira, como aconseja la prudencia, nos encontramos con más de tres décadas de caída libre en la negrura del desprecio, del olvido, de la manipulación, de la rapiña y hasta del odio contra todo lo que tenga la menor relación con un Viejo Reino que fue Imperio y que, pese a todo y a todos estos modernos Edipos, mantiene indelebles las huellas de su presencia en la historia de “este país”.
Treinta años en los que, sin haberlo pedido, en modo alguno, nos regalaron este caramelo envenenado de “autonosuya” (o auto-NO-mía que tanto da) que ha supuesto contabilizar una escalofriante retahila de números negativos y ser testigos, seguramente, del período más lamentable y lúgubre de la historia de nuestra tierra.
Treinta años en los que, como lobos enrabietados, nuevos colonizadores que entraron en tromba, ayudados, eso sí, por la traición de los unos y la pasividad de los más, nos han robado la energía, el agua, los paisajes, los ahorros, el poder de decisión, la capacidad de gestionar nuestros recursos, la mano de obra esperanza de mejor futuro, la historia, la autoestima y hasta el alma.
Pero, claro está que su impunidad se encontraba asegurada; el leonés es paciente, tolerante, pacífico, dadivoso y hasta sufrido. Todo en aras, naturalmente, de un interés superior que supieron venderle: había que permanecer unidos ante la amenaza de algunos separatistas, mala gente que pretendía dividir España, que, curiosamente, el Reino de León había contribuido a crear a costa de torrentes de sangre a lo largo de toda la Edad Media. León, es evidente, no podía fallar, no debía fallar, no tenía ni el derecho ni aún la posibilidad de, imitando al resto de las regiones españolas, mostrarse tal cual era, en su singularidad que, de otro lado, habría contribuido a enriquecer al resto.
Y así escribimos la historia estos últimos años; o mejor aún, así nos la escribieron, con la paciencia y la liberalidad de los unos, con la desvergüenza y el descaro de los otros pero también, y para nuestra desgracia, con el sacrificio y la sangre de varios de los nuestros.
Y ahora ¿qué nos queda?; terminada “la excepcionalidad”, y puesto que algunos que han utilizado el disfraz del miedo, del chantaje, de la bomba y del tiro en la nuca dicen haber entrado en una vía de mayor racionalidad (¿?), el Estado debe ampararlos, aceptarlos, recuperarlos y, si tienen algún problema de carencia afectiva, hasta mimarlos... ¡pobrecitos! Pero ¿qué hay de sus eternas demandas, repetidas a golpe de macabro bombazo y con la infernal cadencia que marcaban unos expertos en marketing político-terrorista? ¿Ha quedado alguna por el camino de su caída del caballo, camino del poder que siempre han pretendido? Yo, al menos, ni lo veo ni lo intuyo ni lo interpreto por sus gestos.
Mas, concluida esa “excepcionalidad” arriba mentada, ¿alguien se acordará siquiera del cordero (perdón, del León) sacrificado en el ara de este macabro altar autonómico? Miedo me da echar la máquina del pensamiento a funcionar temiendo que la respuesta siga siendo la misma.
En esta tarde de otoño, con el último leño ya casi consumido, la melancolía, el desencanto y la decepción me pueden. Solo me queda el grito sordo y mil veces repetido de una desazón, de una sinrazón y de una injusticia que me quema la sangre y me nubla la mente: ¿pero qué hemos hecho o quizá no hemos hecho para merecer esto?
4 comentarios:
Te podría contestar pero creo que se enfadaría conmigo alguna gente...
No te prives amigo Bouza, no sabes lo "a gustito" que queda uno cuando se desahoga. Nos encantaría tener tu respuesta.
Aquí un vasco leonés. Más que cordero diría yo borrego porque dejar que exista La Rioja y no exista el País Leonés y no estar de continuo en la calle hasta que se subsane eso... Yo era un niño cuando pasó eso pero sigo sin entender que los leoneses se conformarán con eso. Mi familia es de la provincia de León y de la de Zamora y a estos últimos los entiendo menos todavía, los jóvenes (y algunos no tan jóvenes) ni siquiera saben que son de una provincia que siempre ha sido y sigue siendo leonesa. Se lo he tenido que contar yo que me he criado en Euskadi e iba allí de vacaciones. Si reivindico yo mucho más que ellos el País Leonés. Y de la lengua ni hablemos, utilizan infinidad de palabras del leonés y creen que es su forma de hablar mal, de hablar "de pueblo". Es increíble esta España nuestra, algunos reivindican cada segundo del día y otros ni saben ni qué reivindicar porque ni conocen su propia identidad. Dejaos ya de España que ya está suficientemente reivindicada, que lo hagan los riojanos o los cántabros. Lo que hay que reivindicar es una autonomía leonesa joder. Zamoranos, salmantinos, leoneses todos hay que tener más sangre en las venas coño. Y encima votando 30 años seguidos al PP que no hay partido más antileonés que ese. Lo siento pero es que pone enfermo este conformismo ante tanta injusticia.
Totalmente de acuerdo contigo, amigo Leones de Barakaldo, lo de la provincia de León es grave pero lo de algunos zamoranos ya no tiene nombre porque hasta llegan a decir que hablan "zamorano" no leones.
Afortunadamente no son todos así, ni mucho menos, pero hay que reconocer que parece que casi todas las arrancadeiras de los leoneses se las llevaron nuestros antepasados a la tumba y que ahora la mayoría de los que quedamos somos cabestros.
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