En vísperas de una nueva expo universal, esta vez en Zaragoza, nos vienen a la mente aquellos otros fastos (incluyendo gafes varios y maletines voladores) de la de Sevilla (¡qué cosas!). Eran también los años del "quinto centenario" de aquel eufemístico "encuentro entre dos mundos"; aquello nos hizo, sin duda, olvidarnos, quizá porque pasaron de puntillas (o quizá de voluntario tapadillo), de otros encuentros o reencuentros que merecen no sólo un comentario sino una reflexión sosegada.
Por aquella misma época se cumplían también los quinientos años de uno de los episodios más lamentables de la Historia de España: "la expulsión de los judíos"; lamentable no solamente por lo que representa como hito de alguno de nuestros más acendrados valores, la intransigencia, sino porque (y en el momento actual esta variable se invoca como uno de los parámetros más importantes) la medida contribuyó grandemente al deterioro económico del país. Judíos y moriscos controlaban las finanzas y ejercían oficios que nadie deseaba o que, incluso, tenían prohibidos por cuestiones religiosas. La falta de estos expertos es la causa esgrimida por muchos especialistas para justificar el declive español de la época a pesar de sus aparentes oropeles.
Y ¿qué fue de aquellos expulsados? Quinientos años largos más tarde la sociedad española se ha dado cuenta de su magnanimidad. No sólo no renegaron de quienes les habían privado de sus propiedades y de lo que hoy se considera un derecho fundamental, el derecho a una patria, sino que, generación tras generación, han seguido recordando a su tierra soñada, "Sefarad"; se han mantenido fieles a sus tradiciones centenarias e incluso muchos han seguido utilizando el idioma de sus antepasados.
Xenofobias y modernos lepenismos a un lado, interesa saber, sin duda, cuáles fueron las causas que llevaron a los gobernantes de 1492 a tomar tan drástica decisión. El discurso del Rey D. Juan Carlos, en el acto de reconciliación con el Presidente del Estado de Israel, no pudo ser más esclarecedor: "razones de estado". He aquí la clave histórica de la interpretación de los hechos que comentamos.
Quinientos años más tarde, curiosamente, (cuatrocientos noventa para ser más exactos) será la única "razón" invocada desde el poder (Martín Villa y otros "patriotas"), para acabar con la ilusión y la esperanza de una tierra que veía en el proceso autonómico la última tabla de salvación para salir del ostracismo y de la postración. Una verdadera "región histórica" (únicamente menos "histérica" que otras) que lo puso todo al servicio de la creación de un estado superior, se vio cercenada en sus ansias de libertad y progreso precisamente cuando otras, recuperando sus raíces, encontraban el camino de un espléndido futuro.
Vivimos, es cierto, inmersos en un proceso de mundialización en todos los órdenes (la "aldea global") pero no es menos cierto que, precisamente por eso, en palabras de Rojas Marcos, "caen las fronteras y los pueblos asientan sus señas de identidad".
Cabe preguntarse ahora, ¿dónde se encuentran nuestras "señas de identidad"? Desde hace ya más de veinte años, los leoneses de a pie asistimos boquiabiertos a una extraña ceremonia de confusión, a una verdadera esquizofrenia colectiva producto de ideas estúpidas y preconcebidas, sueños de "región más grande de Europa" y refugio del españolismo más caduco, papanatas, provinciano, palurdo y simplista.
Reivindicar igualdad y respeto para esta tierra se presenta, en la torpe y sesgada interpretación de algunos, como un intento de socavar los cimientos de la democracia española; sin embargo, y como decía Unamuno, España "debe ser el conjunto de todos sus pueblos (...) con igual dignidad (...) y sin que ninguno se sienta sometido o discriminado (...)"
Algunos seguimos y seguiremos afirmando, a este respecto, que la Región Leonesa es la única que, tras el actual diseño autonómico, no sólo no se ha visto potenciada en su intento de recuperación histórica sino que es el único territorio, el único pueblo con entidad suficiente, que se ha visto borrado del mapa y asimilado e incluido en otro como si de una neocolonización se tratara. Por todo ello, podríamos afirmar, considerando la referida frase de Unamuno que los "dinamitadores de la democracia" son otros y que, en tanto lo leonés no sea considerado "con igual dignidad", el mapa autonómico no puede darse por cerrado, como cacarean desafinadamente algunos, ya que consagraría una España incompleta e imperfecta.
Seguimos pues defendiendo nuestro derecho, amparado por la Constitución, de recuperar nuestras raíces y nuestros signos de identidad históricos porque creemos, con John Kenneth Galbraith, profesor de Harvard y prestigioso economista, que "la historia es, a veces, más importante que la economía misma"; porque estamos convencidos de que solamente un proyecto común e ilusionante hará despertar a este pueblo de la modorra, la abulia y el conformismo en el que le han sumido algunos "profesionales de la política", y determinados inventores o "utilizadores" de las grandes palabras, especialmente cuando las mismas son manoseadas en provecho propio.
No echemos toda la culpa, sin embargo, a otros; sería lo más sencillo. "Cazurros" y encerrados o ensimismados en nosotros mismos, no hemos sabido conservar ni defender lo que nos pertenece o nos ha pertenecido, y continuamos impasibles ante el triste espectáculo de nuestro propio expolio en todos los órdenes que no hace sino aumentar cada día.
Reivindicar como Juan Pedro Aparicio "la condición leonesa de León" sigue siendo la única y verdadera batalla que puede sacarnos de este extraño complejo de inferioridad en el que los leoneses hemos caído. A partir de ahí, "sin complejos ni falsos pudores" (que decía el entonces Presidente de la Excma. Diputación Provincial, Sr. Cabezas, aunque en otros desgraciados contextos) podremos y debemos comenzar a reivindicar también "solidaridad" para con esta tierra (palabra que ha sido utilizada tantas veces como arma arrojadiza contra intereses leoneses), y con ella esa "deuda histórica" que otras regiones invocan, quizá con menos derecho, y que se traduce, en el momento actual, en inversiones multimillonarias y en expectativas de verdadero progreso (eso, y no otra cosa, se debe entender por el tan aireado "progresismo"). Solamente así las, antaño, "razones de Estado" se convertirán en un verdadero "Estado de la razón".
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