miércoles, junio 23, 2010

Recorrido romántico 2010 (1ª entrega)

Como muchos de nuestros lectores saben, en los días próximos a San Juan, desde hace ya 40 añazos, tiene lugar el denominado Recorrido Romántico, Miguel Delgado (en recuerdo de su promotor). En el mismo, se mezclan prosa y poesía (a veces también teatro y música), alrededor de un motivo común: en este caso, no podía ser de otro modo, la reflexión de prosistas y poetas se centró en el Reino de León.

Con el agradecimiento de siempre, os copiamos aquí las intervenciones de los prosistas de este año, dado que mucha gente no pudo, seguramente, asistir y a otros, simplemente, les apetece tenerlo o disfrutarlo despacio.

A continuación, y respetando el orden de intervención en el paseo, el texto leído por Hermenegildo López, tan asiduo en estas labores de divulgación de nuestra cultura y de la reivindicación leonesa, ante las ruinas lamentables del que fuera palacio de los Trastamara, en la leonesa calle de la Rua.

POKER DE REINAS

Tal y como han evolucionado los acontecimientos, 1.100 años después de su nacimiento oficial con la coronación de García I, el canto del cisne del Reino de León parece asentarse ya, curiosamente, como el acontecimiento más importante de toda su historia; por lo mismo, el último de los reyes privativos de este reino que fue imperio se ha configurado como el eje vertebrador de la mayor parte de las proclamas, arengas, peroratas, conferencias y exposiciones, de estos fastos con incontestable y quizá provocada sordina. No es éste el momento, en cómplice y romántico atardecer, para juzgar lo que, a no tardar, pasará por el tamiz del juez más inexorable: el tiempo. De cualquier modo, habrán adivinado sin esfuerzo el personaje al que me refiero, pues, en efecto, aludimos al último de los Alfonsos leoneses, el que debió ser el octavo y terminó, por arte de magia histórica, siendo titulado el noveno. Curioso, sin embargo, puesto que en un arriesgado paralelismo con los mandamientos, y en lo tocante a “no desear la mujer del prójimo”, como rezaba antaño el catecismo del Padre Astete, nuestro Alfonso no fue precisamente un modelo a imitar. A ello vamos.

Pues bien, aunque en salomónico pero tambien en nada cruento reparto me haya correspondido glosar hoy la figura de alguna de las reinas leonesas, no me resisto entonces a la corriente alfonsina que nos lleva; es más, sumaré la fuerza de mi prosa a los remos de esta barca, intentando llevar un manojo breve de ideas, a la orilla deseada de la memoria histórica de este pueblo. Procedamos entonces con Alfonso o más bien, para cumplir con el guión, con algunas de las mujeres que hicieron camino con este rey tan especial, al menos para quien les habla.

Intrigas y palacio son vocablos que parecen condenados a entenderse en extraña sinonimia; de eso supo bastante nuestro buen rey y además desde sus primeros años. El matrimonio de su padre con Urraca de Portugal, hija de Alfonso Enriquez, el primer rey de este nuevo país, nacido, en doloroso parto, de las entrañas del Reino de León, fue anulado por el papa Alejandro III, en 1175. El infante, alumbrado en Zamora el 15 de agosto de 1171, solo contaba, entonces, cuatro años. Urraca, probablemente poco interesada en jugar partida alguna, ingresa como freira en la Orden de San Juan de Jerusalén y, discretamente, se retira de la primera linea de la escena hacia las posesiones zamoranas que le habían sido concedidas por su esposo Fernando. Posteriormente se encerrará en el monasterio de Santa María de Wamba donde reposa para siempre, desde octubre de 1188. ¿Les suena el año, verdad? Tan solo abandonará su entierro en vida para asistir al triunfo de su hijo, a su coronación en la urbe regia ese mismo 1188, el día 4 de mayo y tan solo ese día se permitirá, de nuevo, actuar como triunfante reina confirmando, con el nuevo rey, los privilegios concedidos por su esposo a la Orden de Santiago. Tenía solamente 37 años y parecía haber esperado ese momento para despedirse del mundo.

De una Urraca a otra Urraca y sigamos barajando las cartas de nuestra cada vez más enmarañada partida; si en la primera hemos adivinado discreción y renuncia, en la segunda no encontraremos más que intrigas y maquinaciones. Tras el breve segundo matrimonio de Fernando con Teresa Fernandez de Traba que muere, dos años después de su boda tratando de alumbrar un hijo, ya comienza a rondar palacio y lecho la castellana Urraca Lopez de Haro.

Había llegado con experiencia marital previa, indudable merito curricular, e, instalada en la corte como amante oficial del rey, de quien recibe dádivas y posesiones, además de cargos varios para sus familiares (nada nuevo bajo el sol, constatarían algunos), le dará incluso un hijo antes de exigirle pasar por el altar, cuando ya la salud de Fernando declinaba de manera irreversible; y aunque la muerte de aquel primer infante truncó, por momentos, sus sueños de reina madre, tras un nuevo intento fallido, parece que, por fin, la suerte le favorece en la partida con un as triunfador: Sancho, que nace en 1186 y que goza de buena salud. El heredero, Alfonso, se convertiría, entonces, aún más si cabe, en el objeto de sus odios y en el destino de sus más abyectas intrigas. Y si la difamación no le permitió alcanzar sus objetivos, pues había intentado desactivar sus derechos de herencia argumentando la anulación del primer matrimonio, quizás el veneno se convirtiera en un medio mucho más seguro para allanar el camino de sus obsesiones. Lucas de Tuy relata incluso un milagro del Santo Isidoro que cura de un extraño mal al infante; para mí tengo yo que la explicación es bastante más simple. Alejado de palacio y confiado a los cuidados de la familia de Juan Arias, yerno del famoso Fernando Pérez de Traba, que se había encargado de educar a los últimos reyes de León, allá por las tierras brumosas de la Galicia del arzobispo Gelmírez, el niño se recupera con sorprendente rapidez.

La castellana Urraca, que, por momentos, había conseguido hacer desterrar al infante de palacio, intenta un último movimiento de jaque al príncipe, a la muerte de Fernando, mas, falta de apoyos, vuelve humillada a su tierra y, temerosa, también este defecto es patrimonio de los envidiosos, confía la defensa de sus propiedades en tierras de León a su hermano Diego López II de Haro en quien pretendió aglutinar un intento de rebelión contra el legítimo heredero, que a su pesar tampoco prosperó.

Poco a poco su figura se desvanece en la historia y hacia 1222 la encontramos en el Monasterio de las Huelgas donde profesa como religiosa; probablemente ello es debido a que, dos años antes, el 25 de agosto, su hijo, el infante Sancho Fernández de León había muerto en lucha contra un oso durante una cacería en la localidad de Cañamero.

En el devenir de Alfonso se habían cruzado ya, sin embargo, algunas otras mujeres, estas relacionadas directamente con su propia persona. Hay que decir, no obstante, que dadas las apremiantes necesidades de asegurar las fronteras de su reino, se imponía, incluso en sus amores o amoríos, una política que, en el lenguaje de nuestros días denominaríamos “las razones de Estado” ¡Cómo chirrían estas palabras en los oídos de los actuales leoneses! ¿Verdad? A pesar de todo, entonces, ante matrimonios mal avenidos, existían, al menos, algunas esperanzas de anulación…

Mas, dejemos estos paralelismos trascendentes y volvamos a nuestra partida de poker. Imitando, entonces, a su padre, en 1191, se había casado con su prima, la infanta Teresa de Portugal y Barcelona, hija del rey Sancho I de Portugal y de Dulce de Aragón. Educada en los valores cristianos y en la disciplina de la corte, Teresa no se planteaba siquiera una vocación de madre y había mostrado incluso deseos de consagrarse a Dios. Aquí también, y para ella, se impuso el sacrificio y la obediencia en beneficio del reino portugués y así, a los 16 años, asumirá resignada su nuevo destino: ser reina de León.

Una verdadera santa, os digo, y modelo de mujer de aquella época esta Teresa; sin embargo, el matrimonio, tras cuatro fructíferos años y tres infantes reales, Fernando, Sancha y Dulce, fue declarado nulo por el papa Celestino III, a pesar de las intercesiones sostenidas por la iglesia local. ¿Y qué sería luego de esta su primera esposa? Como hemos visto en su madre, la esposa de Alfonso profesará como religiosa, cisterciense en este caso, en el monasterio de San Benito de Lorbao, no lejos de Coimbra. Allí morirá en 1250 y a la edad nada común para la época de 75 años.

Pero retrocedamos de nuevo hasta 1197, dos años escasos después de la anulación de su primer matrimonio; en el intento, ahora, de consolidar sus fronteras por el Este, siempre belicoso, aceptará, según determinaba el tratado de Tordehumos y no de buen grado, un nuevo matrimonio: el de la infanta Berenguela de Castilla, hija del denominado Alfonso VIII (III, como mucho, en la lista de los Alfonsos castellanos) y de Leonor de Plantagenet. De este matrimonio nacieron cinco hijos; entre otros, el futuro rey Fernando y el infante Alfonso de Molina, padre de la que será también reina, María de Molina, casada con Sancho IV, el Bravo.

Seis años durará este enlace, condenado, desde sus inicios, al fracaso, a causa del parentesco de los contrayentes. Así lo determinó Inocencio III y este hecho es el detonante de nuevos disturbios en la frontera de ambos reinos, siempre observándose de reojo y de manera harto desconfiada.

¿Acaso, entonces, la historia del padre se repite, despiadada, también en el hijo? Calcada, oiga, podríamos afirmar. Si Fernando tuvo una prudente esposa, además portuguesa, en su primer matrimonio, por extensión también anulado, otro tanto podríamos decir, sino más, de su sucesor Alfonso. Hasta el punto que su cónyuge seria posteriormente canonizada; en concreto el 13 de diciembre de 1705 por el papa Clemente XI. Por cierto y como recordatorio, hace apenas cinco días que la iglesia celebraba su fiesta, Santa Teresa de Portugal, el 17 de junio.

¿Mas qué decir de la segunda esposa de ambos? Ya hemos señalado nuestra opinión sincera sobre Urraca López de Haro y no está muy lejos la misma de la que mantenemos sobre Berenguela, a pesar de la glosa casi hagiográfica que sobre ella viene haciendo alguna “historia oficial”; ésta, es cierto y hay que concedérselo así, mucho más hábil en sus maniobras y perfecta dominadora de los tiempos y del juego sutil de la diplomacia. Sin duda, también ella conocía su objetivo y, en este caso, fue incluso ayudada por la suerte. El heredero, Fernando, muere en 1214, lo que despeja el camino de sus intereses.

Berenguela, como antaño Urraca, se vuelve a Castilla, pero en este caso no se encontrará ni sola ni abandonada; la respalda su padre, el otro Alfonso, enemigo jurado de León y paradigma de toda una saga de rencorosos profesionales contra este reino que sufre desde hace demasiado tiempo los embates de un innegable complejo de Edipo por parte de aquellos a los que engendró y que parecen necesitar de un padre muerto para afirmarse en su propia existencia; lamentable actitud, convendrán conmigo.

Mas dejemos que la vida fluya y que Alfonso encuentre ahora consuelo entre los brazos de otras mujeres; en un apretado resumen les recuerdo que mantuvo relaciones con Inés Iñíguez de Mendoza, con Teresa Gil que le dará cuatro hijos, con la portuguesa Aldonza Rodríguez de Silva con la que tuvo hasta 6, con Estefánia Pérez de Limia (cinco hijos) y se citan algunos otros descendientes cuya madre aún se desconoce.

Pero vayamos ya con el desenlace, bien conocido, de la partida. Berenguela, a quien no pretendemos acusar de instigadora de asesinato, líbrenos Dios, pero que se beneficia inequívocamente de un desgraciado accidente, poco explicado y que causa la muerte (otra más) de su hermano Enrique, tiene, sin embargo una bien ganada fama de metomeentodo; hasta tal punto es así que, durante la conquista de Sevilla, el cronista hará exclamar a Fernando, ante las reiteradas indicaciones y cartas de su madre, “Señora, deje que los hombres nos ocupemos de los asuntos de Estado”.

Pues bien, como consecuencia del nombramiento de Fernando como rey de Castilla, tras la renuncia de Berenguela, su padre Alfonso que no desea la unión de ambas coronas, toma la decisión, inequívocamente expresada, de desheredarlo, dejando dicho que el reino de León quedaría en manos de sus hijas Sancha y Dulce. Así se lo haría jurar, entre otros, al Maestre de Santiago, el cual, acabaría, sin embargo, por quebrantar el juramento. ¿Tendría en ello algo que ver la conquista de las libertades, consecuencia de las Cortes de 1188 y siguientes, por los que serán denominados posteriormente el Tercer Estado? Una parte de aquella sociedad, por lo visto, no estaba madura para los cambios.

Durante demasiado tiempo, muchos historiadores no han tenido empacho en argumentar que, obrando de ese modo, Alfonso “violaba el derecho sucesorio”; desconocían, o mejor ocultaban torticeramente, que León había tenido ya otras reinas y que hasta la propia Berenguela acababa de convertir a Fernando en rey al haber invocado el derecho a suceder a su hermano muerto sin descendencia. Habría que recordar, asimismo, que, desheredado el hermano mayor, varón, quedaba aún un segundo, el infante Alfonso de Molina cuyo candidatura al trono se valoró seriamente, hasta el punto que sus armas recogen un león en el centro con bordura de castillos.

Digamos asimismo que la revisión que se viene llevando a cabo de la figura de nuestro Alfonso ha hecho que, en algunos modernos estudios, se afirme ya sin miedo que Sancha y Dulce deberían ser consideradas reinas de León; permitidme que hoy demos entre todos un paso adelante y digamos en alta voz lo que algunos intelectuales solo se atreven a susurrar en conversaciones de café: la actuación de Berenguela, política de zanahoria y palo, comprando a las legítimas los derechos sucesorios al trono de León en la llamada Concordia de Benavente, pero bajo la amenazadora presencia del ejército de su hijo Fernando, presto a traspasar el Rubicón convertido en Padre Astura, no puede tener otro nombre que el que merece en realidad: aquello debería ser considerado como un verdadero Golpe de Estado contra un poder legítimamente constituido. Así, cambiando las reglas y marcando las cartas no es extraño que Berenguela ganara una partida cuyo fin no hubiera debido ser el que se cuenta ni mucho menos el que se canta. Muchas gracias

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