viernes, junio 25, 2010

Recorrido romántico (2ª entrega)

Después de la lectura "reposada" de la primera entrega (os hemos dejado tiempo suficiente para ello) aquí va hoy la segunda. Se trata, en esta ocasión, del texto preparado y leído por María Jesús García Armesto, siempre disponible en lo tocante a este tipo de actuaciones y actividades; sin ir más lejos, ella fue la que nos ilustró el día 7 de junio, en el Corral de San Guisán, sobre aquellos hechos luctuosos en el bicentenario exacto de los mismos.

Para el "Recorrido romántico" de este año, que fue llevado a cabo con dignidad pero con muchos menos intervinientes que otros años (cuestiones de dinero, al parecer) se le solicitó una reflexión sobre "los reyes de León" en este 1100 aniversario del Reino. La misma fue leída ante el remozado palacio del Conde Luna.

Esperamos que también la disfrutéis.

LA GLORIA DEL REINO

“León tuvo sus días gloriosos, el sol refulgió en una corona; la ciudad fue Corte y, al serlo, lo fue todo. Categoría histórica, riqueza, poderío arte… gentes de armas que llevan gentileza, gentes eclesiásticas que llevan tradición y autoridad… Donde el Rey estaba todo florecía como en los cuentos de hadas.”

Que estas palabras de Mariano Domínguez Berrueta sirvan de pórtico a una breve reflexión sobre nuestro antiguo Reino, tan romántica como evocadora. Porque, ¿qué hay más hermoso que recordar el tiempo pasado con los atavíos de la poesía y la leyenda?

Hemos tenido bravos reyes, hermosas reinas, doctos y santos obispos, leales caballeros, pero también monarcas enfermizos y débiles, condes fementidos y traidores, infantas sibilinas…; de todo ha habido en el Reino. No obstante al paso de los siglos, el peso de la historia va difuminando los colores, el polvo del tiempo va borrando los contornos de vidas y haciendas y no nos queda más remedio que completar los hechos históricos ciertos con la imaginación y la intuición.

Fueron épocas remotas y difíciles cuando García I, hijo de Alfonso III, el Magno, en el año 909, convirtió a León en Sede Regia, capitalidad confirmada por su hermano Ordoño II. Reyes y reinas de una dinastía astur-leonesa que finalizó en 1037 cuando Bermudo III fue derrotado y pereció en la batalla de Tamarón. Al abrir hace unos años, las tumbas del Panteón de Reyes de la Basílica de San Isidoro, para su estudio, se pudo comprobar “in situ” lo cruenta que debió ser la citada contienda: los huesos de Bermudo que aún conservaban adheridos algunos restos de carne momificada, se encontraban marcados por numerosos cortes de espadas y hachas de combate, con las que le habían masacrado sus enemigos.

A rey muerto, rey puesto. La hermana de Bermudo, Sancha, casada con Fernando I, vencedor de la citada batalla de Tamarón, transmitirá los derechos dinásticos y juntos iniciarán una nueva dinastía, la navarra, que mantendrá la capitalidad legionense hasta la muerte de Alfonso IX, en 1230.

Por proximidad familiar y según noticia aparecida en los medios de comunicación, dentro de los actos conmemorativos del 1.100 Aniversario del Reino de León, a partir del próximo día 2 de julio, se va a poder contemplar en el Palacio de los Condes de Luna, una réplica exacta del cáliz que mandó elaborar a los orífices reales, en el siglo XI, doña Urraca, hija del Rey Fernando I, joya del museo de San Isidoro de León.

Al analizar la trayectoria de los Reyes Leoneses es curioso comprobar cómo las dificultades de los primeros tiempos tuvieron un claro reflejo en la duración de los reinados. De los catorce monarcas que constituyeron la dinastía puramente leonesa, sólo cuatro de ellos ocuparon el trono durante luengos años: Alfonso V, el Noble que reinó veintinueve años. Ramiro II, veinte años. Ramiro III, diecinueve años y Bermudo II, catorce años. Los reyes restantes tuvieron, en su mayoría reinados, de corta duración. En el quicio de ambos grupos estaría Ordoño II, que permaneció una década en el trono.

Muestra de la brevedad de sus reinados y vidas es que en diversas ocasiones, fueron reyes varios hijos del monarca precedente.

García I (910-914), Ordoño II (914-924) y Fruela II (924-925), los tres hermanos e hijos de Alfonso III.

Sancho Ordóñez (926), Alfonso IV, el Monje (925-931) y Ramiro II, el Grande (931-950), los tres hermanos e hijos de Ordoño II.

Ordoño III (951-956), Sancho I, el Craso (956-958 y 960-966), hermanastros, hijos de Ramiro II.

Sin embargo, si analizamos a los siete reyes de la dinastía navarra podemos ver la amplitud de los mismos y la transición natural de padres a hijos al estar más asentado el poder real y más alejadas las fronteras de Al-Andalus:

Fernando I y Sancha (1037-1065), 28 años.
Alfonso VI (1065-1072 y 1072-1109), 44 años.
Alfonso VII, el Emperador (1126-1157), 31 años.
Fernando II (1157-1188), 31 años.
Alfonso VIII/IX (1188-1230), 42 años.

Reyes e infantas fundaron monasterios e iglesias, fomentaron los scriptorios medievales, fueron los promotores de los bellísimos Beatos, imprescindibles explicaciones mágicamente iluminadas de los crípticos textos del Apocalipsis de San Juan, máxime considerando que el terror al fin del mundo, al aproximarse el año 1000 se propagó con angustia opresora por toda la cristiandad.

En León, el 11 de octubre del año 999 fue ungido rey Alfonso V, el Noble, que a la sazón contaba con 5 tiernos añitos, en la Iglesia Catedral de Santa María. Se eligió como regente al conde gallego, Menendo González y, a los dos años de la coronación, en el año 1001, un gran ejército musulmán al mando de Almanzor se pertrechó para atacar a los Reinos cristianos…

Almanzor fue considerado el Anticristo por la Cristiandad; ya en tiempos del anterior rey, Bermudo II, el Gotoso, había asediado y conquistado León, a pesar de las impresionantes murallas que aún se alzaban de la antigua ciudad romana.

Las oraciones se impusieron, grupos de disciplinantes deambulaban por los campos implorando piedad y cantando el "Miserere mei, Domine", los ayunos y las penitencias surgieron como flores de amargura por doquier, el hambre, la guerra y las enfermedades, como los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, se expandieron cual sombra tenebrosa por todo el Reino…

Las súplicas fueron escuchadas y el Anticristo cayó: Leoneses, castellanos y navarros se unieron y por esa unión Almanzor fue derrotado y herido en la legendaria batalla de Calatañazor. Almanzor fallecería en la ciudad de Medinaceli el 9 de agosto del año 1002.

Durante más de trescientos años, León no fue sólo la Sede Regia sino la heredera de la legitimidad monárquica del Reino Visigodo refugiado en las montañas cantábricas, como último reducto frente a los ejércitos agarenos. León se constituyó en el baluarte de la España cristiana y qué mejor emplazamiento para el cuerpo del Santo Isidoro, trasladado a León, desde Sevilla, en 1063, por iniciativa del Rey Fernando I, para confirmarla como sede de la espiritualidad y del saber hispánico.

En la Catedral de Santa María, centro de la grandeza hispana, las Cortes de León proclamaron emperador a Alfonso VII y le coronaron como tal el día de Pascua de Pentecostés del año 1135 y quiero resaltar que es el único Emperador que hemos tenido, ya que Carlos V también lo fue, pero de Alemania, Rey de España y Emperador de Alemania.

Otro Alfonso, el IX, convocó en 1188, en el Claustro de San Isidoro de León, por primera vez no sólo en la Península, sino en toda Europa, una Curia Regia a la que asistieron representantes de villas y ciudades, además de la nobleza y el clero; y hemos tenido que esperar más de mil años para que un historiador australiano/británico, John Keane, haya difundido internacionalmente la realidad de que la Curia Regia de 1188 fue el primer ejemplo de parlamentarismo medieval anterior a la Carta Magna del Rey de Inglaterra, Juan sin Tierra, hermano menor de Ricardo Corazón de León. El conjunto de normas que en la Carta Magna Leonesa se explicitan amplían los Fueros de Alfonso V, de 1020 y representan un gran avance en la protección legal de los ciudadanos frente a los potenciales abusos de nobles, clérigos y hasta del propio Rey.

Estas viejas y amuralladas ciudades son señoras, porque de reyes nacieron y entre reyes crecieron y de casta les viene el señorío. El abolengo es la sustancia de nuestra aristocrática tradición de hidalguía. El abolengo quedó en los restos de los antiguos palacios regios, especialmente en dos de estos conjuntos palaciales: el articulado en torno a San Isidoro y el que se elevó en la zona en la que nos encontramos, cuando Ordoño II donó al Obispo Frunimio II (915-928) su "domos et palatia" para, sobre él, elevar la Catedral de Santa María. Este mismo rincón de la antigua León siempre se ha denominado Palat del Rey y dentro del enclave áulico se encontraba propiamente el palacio real, así como numerosas dependencias necesarias en una Corte Regia, incluido el antiguo Monasterio de San Salvador de Palat del Rey.

El actual Palacio de los Condes de Luna formaba parte de este complejo regio, con el nombre de “cámaras del Rey”. Al paso de los siglos el apelativo se mantuvo y así llegamos a la Baja Edad Media, época en la que el edificio pasó a poder de la Familia Quiñones, Adelantados y Merinos Mayores de León y Asturias. Las obras de la actual parte gótica del palacio fueron iniciadas por Diego Fernández de Quiñones, en la primera mitad del siglo XV. De aquí salió Suero de Quiñones, en 1434, para llevar a cabo su lance de esclavitud amorosa por doña Leonor de Tovar , en el famoso Passo Honroso en el Puente del Órbigo.

La ampliación del palacio con la torre renacentista fue iniciativa del conde Claudio de Quiñones que buscó modelos toscanos para su palacio. Su hijo y heredero, Luis de Quiñones pudo continuar con las costosas obras, gracias a haber contraído nupcias con María, hija y heredera del conquistador del Imperio Azteca, Hernán Cortés.

Su hija, Catalina de Quiñones y Cortés, finalizará la torre renacentista, quedando una segunda prevista en colocación simétrica con la existente al otro lado del palacio, en los cimientos, por carecer de interés y medios los posteriores Condes de Luna.

Las armas de los Quiñones y los Bazán presiden la fachada y en el palacio residió años más tarde otro Suero de Quiñones y Zúñiga, Regidor perpetuo de la ciudad de León y a quien inmortalizó Tirso de Molina, en 1624, en su obra “Los Cigarrales de Toledo”.

Los vestigios de los grandes palacios y monasterios, antes de retornar al polvo de la nada han optado por transformarse en recintos útiles. Todos recordamos los años en que los bajos del palacio se emplearon como almacén de frutas…, el abolengo al peso…

No puedo por menos de recordar la figura del monje que en la tumba de Ordoño II, en la Catedral de Santa María, sostiene en sus manos una pequeña cartela en la que se lee ASPICE, mira, observa… Sic transit gloria mundi, los restos del rey en su sepulcro y las cestas de legumbres ornando el palacio de los orgullosos Quiñones.

Item más, el palacio de los marqueses de Villasinda es un hotel, el de los Torreblanca, una sociedad recreativa, el de los marqueses de San Isidro un paredón, el palacio de los Osorios una casa de vecindad y como colmo del abandono el que fuera palacio de Enrique II de Trastamara en la calle de la Rúa, un arrasado solar.

Afortunadamente, no todo se ha perdido y el Palacio de los Condes de Luna es un ejemplo de rehabilitación modélica, a imitar en otros edificios históricos porque como dice un refrán popular “El que tuvo, retuvo”, a pesar del abandono y de la destrucción. Para finalizar, cito como al inicio, a Domínguez Berrueta “aún conserva León lo bastante para embrujar -enhechizar, decía Cervantes- a todos los espíritus dotados de sensibilidad para la poesía de las ruinas beckerianas, para el aroma de las leyendas caballerescas, para el néctar de los saberes y los sentires. ¡Vieja y noble ciudad…tú no puedes morir!

Hasta el grajo que, al caer la tarde, se coloca bizarramente en la cola del gallo de San Isidoro, siente el orgullo de respirar el aire de una ciudad ilustre, y bien puede estar satisfecho de su vida de prócer, porque ha pasado el día entre el brocado de piedra que labró Jusquín en la torre del reloj de una asombrosa Catedral y va a dormir en unos prados que cantó Lope de Vega.
Al menos mientras el gallo dorado siga vigilando sobre la fuerte torre de San Isidoro y la campana Froilana siga diciendo, con grave voz, lenta y pausada, desde lo alto de la Catedral, la oración de la mañana.

¡León, ciudad regia e imperial… tú no puedes morir!

María Jesús G. Armesto
León, 22 de junio de 2010

No hay comentarios: