De nuevo aquí, tras estos días de asueto, recogimiento y reflexión sosegada, volvemos a la carga y no precisamente con las pilas bien cargadas... de optimismo. ¡Son tantos los problemas y tan pocas las soluciones, son tantos los deseos y tan pocas las realidades, son tantas las aspiraciones y tan pocas las expectativas...!
Hoy queremos compartir con aquellos lectores más sentimentales o quizá más sensibles un poema que, por casualidad, encontramos en una viejo periódico de la Biblioteca Regional Dominguez Berrueta, de la ciudad de León.
A veces, el poeta es capaz de atravesar los siglos, penetrar lo oculto y, por medio de imágenes y metáforas, trazar un panorama, bastante aproximado, cual es el caso, de un desconcertante porvenir. Hoy ese futuro, hecho presente, se nos aparece en un cuadro, por más, lamentable. Pero, ¿qué hemos creído adivinar en su lectura? Un muy acertado fresco de la sitaución de esta Tierra nuestra (la Tierrina a la que tenemos el derecho de defender y querer con toda el alma), en la mayor de las decadencias, perdido el orgullo, extraviado el sentido de pertenencia y arrodillados, en aras de las migajas de la subvención, ante el que fue criado y se toma por señor, ante el nuevo rico que, además, en su soberbia, "desprecia cuanto ignora", se mofa de la historia e insulta hasta la lógica más elemental. Así han sido siempre este tipo de advenedizos poco y mal instruidos y estos snobs (sine nobilitate); razones tiene el refrán para afirmar: "no sirvas a quien sirvió ni pidas a quien pidió". Pero algunos erre que erre...
El poema en cuestión se titula "El castillo de mi pueblo" y venía firmado por José María de Luna
El castillo de mi pueblo
¡Cuán hermosas se levantan
encima del agrio cerro
las gigantescas ruïnas
del castillo de mi pueblo!
Los altivos torreones
nos muestran sus esqueletos
por el musgo coronados,
de verde hiedra cubiertos;
las almenas destrozadas,
al ancho foso cayeron
aplastando la memoria
de mil heroicos sucesos;
la torre del homenaje
se alza silenciosa en medio,
llorando glorias pasadas,
llena de tristes recuerdos;
los mutilados blasones,
esparcidos por el suelo,
sirven de estorbo al arado
con que el infeliz labriego
rompe el señorial recinto
que besaron sus abuelos,
forzados por el magnate
de aquellos blasones dueño.
Lo que fue estancia soberbia
hoy es pocilga de cerdos,
aduar lo que fue cuadra,
barraca lo que fue templo.
Un flaco rocín cocea
donde, en lucidos torneos,
mostraron su gallardía
los valientes caballeros;
aquí una cíngara peina
los desgreñados cabellos,
junto al sitio en que las damas
formaban danzas y juegos;
donde hubo ricos tapices
cuelgan harapos mugrientos,
azadas donde hubo picas,
dornillos donde hubo yelmos.
Allá abajo, en la cañada,
se extiende tranquilo el pueblo
que ya no ve en el castillo
más que un noble pobre y viejo,
y se burla de sus ayes,
cuando en las noches de invierno
penetra, mugidos dando,
por las troneras, el viento
¿Dónde están, donde se ocultan
los hombres que sostuvieron,
sobre las altas murallas,
los pabellones enhiestos?
No flamea el estandarte
que hizo temblar al plebeyo
ni resuenan los clarines
ni el bronce llama al pechero…
Soledad, silencio, calma;
solo se escucha a lo lejos
la campana de una ermita
que ruega a Dios por un muerto;
por aquel muerto de piedra
que, carcomido y deshecho,
fue el espanto de los siglos
que, para vencerle unieron,
la ingratitud de una raza,
las mudanzas de los tiempos,
el olvido de los hombres
y la ambición de un guerrero.
El villano enriquecido
sube al empinado cerro
para insultar al coloso
arrancándole los miembros;
y hasta al solar que fue choza
ha de conducirlos luego
para que el nuevo edificio
tenga sólidos cimientos.
Ya se vengará el alcázar
de tamaños desafueros
cuando airado su cadáver
caiga mil pedazos hecho
sobre aquel montón de casas
que olvidaron el respeto
con que honrar deben los vivos
la memoria de los muertos,
pero seguirán, en tanto,
siendo el escarnio del tiempo
las gigantescas rüinas
del castillo de mi pueblo.
José María de Luna.
Morón, 1890
No hay comentarios:
Publicar un comentario