Por aquel entonces, recuerdo que anduve buscando entre mis libros uno que lleva por título
La coronación de Alfonso VII de León
obra de Emilio Hurtado Llamas y Antonio Viñayo, editada por Caja España en 1979
Lamentablemente mi biblioteca no está excesivamente bien catalogada y cuando por fín lo encontré, el asunto había perdido actualidad. Sin embargo, puesto que este año volveremos a tener la representación de la Coronación de Alfonso VII el Emperador, me parece oportuno copiar a continuación cuanto dicen los autores sobre dicho evento, además de insistir en que había un rito ceremonial para la unción de los Reyes de León pero que, en el caso de Alfonso VII, que ya había sido ungido como Rey de León en su infancia, a lo que nos referimos es a su coronación imperial por la que le rindieron vasallaje, según estudiábamos en cuarto de bachiller (13/14 años) del Plan de 1953, "todos los reyes moros y cristianos de la península y casi todos los del sur de Francia".
Y sin cansaros más, os dejo lo publicado en el libro arriba citado:
«En el año 1135, fijó el rey la fecha de celebrar concilio en la ciudad regia de León, en 26 de mayo, en la solemnidad de Pentecostés, congregando a los arzobispos, obispos y abades, condes y príncipes, jefes militares y jueces de todo el reino. En el día señalado, se reunió el rey con su esposa, doña Berenguela, su hermana la infanta doña Sancha; con ellos, el rey García de los Pamplonicas. Obedientes a la indicación real, todos acudieron a León. Se congregó también un gran número de monjes y clérigos y una inmensa muchedumbre del pueblo llano, deseosos de ver y de escuchar o de predicar la palabra divina.
En el primer día del concilio tanto las clases altas como las más populares se congregaron con su rey en la iglesia de Santa María y allí discutieron lo que se dignó inspirarles, en su bondad, Nuestro Señor Jesucristo, para la salvación de las almas de los fieles cristianos. Al día siguiente, que coincidía con la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, arzobispos, obispos, abades, nobles y plebeyos y todo el pueblo, se congregaron nuevamente en la iglesia de Santa María con el rey García y con la infanta doña Sancha. Por inspiración divina se propusieron entronizar como emperador al rey Alfonso, en atención a que el rey Zafadola de los Sarracenos, el conde de Barcelona, el conde Alfonso de Tolosa y muchos condes y duques de Gascuña y de Francia le habían prometido vasallaje. Cubrieron al rey con un manto muy rico, bordado exquisitamente; impusieron sobre su cabeza una corona de oro puro y piedras preciosas; le colocaron entre las manos el cetro. El rey García le sostenía el brazo derecho y el obispo de León, don Arias, el izquierdo y, entre obispos y abades, lo llevaron al altar de Santa María entonando el “Te Deum laudamus” y aclamándole con vivas a Alfonso Emperador.
En el altar le bendijeron y celebraron la misa con rito festivo. Terminada la ceremonia cada uno regresó a su alojamiento.»
Ceremonia civil
No poseemos muchos datos sobre las ceremonias civiles en los días de la coronación. Por otra parte, no tiene demasiado sentido, en plena Edad Media, diferenciar las ceremonias civiles de las litúrgicas en la consagración de un emperador, cuando ambos campos se entrecruzaban. Con todo, podemos conjeturar el talante y la proyección civil del acto de la coronación imperial.
En primer lugar, todo parece indicarnos que el modelo que de intento se pretendió imitar fue la consagración en Roma del emperador Carlomagno en la Navidad del año 800y también podemos suponer la influencia de la liturgia consecratoria de los emperadores posteriores del Sacro Romano Imperio Germánico. La Chronica Adefonsi nos trasmite, acaso sin pretenderlo, datos muy explícitos en los que aparece un sorprendente paralelismo entre la coronación del emperador leonés y la de los emperadores germánicos. Así, se nos da a entender que el rey Alfonso VII reunió una asamblea o concilio para el mejor ordenamiento de su reino, sin que aparezca la idea ni la intención de la coronación imperial. Esta, según el cronista contemporáneo, se impone por la espontánea aclamación de los asambleístas, aunque sepamos de quién partió la iniciativa. Lo que sí nos consta es que todos los asistentes prorrumpieron en el grito de Vivat Adephonsus Imperator. Lo mismo que en las coronaciones imperiales carolingias, se procedió a la entronización, asistiendo al emperador electo el rey García de Navarra y el obispo de León, don Arias, quienes le sostenían ambos brazos. Rito central de la coronación era la consagración o unción, con el óleo sagrado, de la persona del emperador, de suerte que emperador hubo que se consideraba cuasi obispo por el hecho de haber sido ungido. En León no fue ungido el emperador, ya que, como más arriba queda dicho, había sido consagrado rey de León, en la catedral de Santiago, siendo todavía un niño, y como ya había sido ungido no era posible una nueva consagración. De lo que sí nos consta es del hecho de que, después de la misa de la coronación, el domingo 26 de mayo se formó una lúcida comitiva desde la Catedral hasta San Isidoro, donde se hallaba asentado el palacio, hasta este momento real, y en adelante, imperial. En el decir de la Crónica, «ofreció el Emperador un gran banquete, en el que condes, príncipes y duques servían, como camareros, la mesa regia. También mandó distribuir magníficos estipendios entre arzobispos y obispos y demás asistentes, así como crecidas limosnas de manjares y vestidos entre los pobres».
Los festejos populares
Nada nos dice de los festejos populares con los que debió de solemnizarse acontecimiento tan extraordinario. El de mayor relieve y significación en la vida de Alfonso VII. No será aventurado suponer que, por lo menos, se celebraría con el mismo boato y colorido con el que, nueve años más tarde, el 19 de junio de 1144, se festejó la boda de la hija del Emperador, Urraca, con el rey García de Navarra.
También en esta ocasión el banquete y los festejos se tuvieron en los palacios de San Isidoro, acondicionados por la madrina de la boda, la hermana del Emperador y tía de la novia, doña Sancha. La Crónica aquí es bien explícita y por ella conocemos cómo se divertía el pueblo de León, especialmente la nobleza, en aquellos años del siglo XII. Eran juegos que, en parte, han llegado hasta nuestros días: así las justas a caballo, el alanceamiento de toros, la pita ciega y la gocha; estos dos últimos, todavía actuales, con los que se divirtieron los adolescentes leoneses del mundo rural. Este es el relato del cronista:
«Ordenó el Emperador, por medio de mensajeros, a los jefes de sus ejércitos, a todos los condes, príncipes y duques, esparcidos por su reino, que asistiesen, en atuendo de gala, con lo más granado de sus mesnadas, a las bodas reales. Todos acogieron la invitación con gran contento, especialmente los asturianos y tineanos, que acudieron, como había ordenado el Emperador, de gran etiqueta y a porfía, a la ceremonia de las bodas. También se presentó el Emperador, acompañado de la Emperatriz doña Berenguela y de una gran muchedumbre de nobles, condes, duques y jefes militares. Llegó también con un no reducido acompañamiento militar el rey don García, tan galán y fachendoso como es razón que se presente un rey novio a sus propias bodas. Entró asimismo en la ciudad, por la puerta Cauriense, la serenísima infanta doña Sancha, conduciendo a su sobrina, la infantina doña Urraca, prometida del rey don García y, con ellas, un incontable cortejo de nobles, militares, clérigos, mujeres y doncellas, procedentes de todas las casas de algún rango de España.
La infanta, doña Sancha, dispuso el pabellón nupcial en los palacios reales que se encuentran en San Pelayo (San Isidoro) y aposentó en torno al dicho pabellón a una gran muchedumbre de titiriteros, de coros femeninos, de mujeres y doncellas, que se acompañaban de trompetas, cítaras, salterios y toda clase de instrumentos músicos. El Emperador y el rey don García ocupaban el podio regio, colocado en alto, a las puertas del palacio imperial. En torno se acomodaron los obispos, los abades, los condes, los duques y los príncipes. El resto de los nobles, lo más granado de entre los españoles, unos arremetían a caballo, picando espuelas a sus corceles, lanza en ristre, contra los palenques, demostrándose simultáneamente la destreza y el vigor de caballos y caballeros. Otros acometían de muerte, venablo en mano, a toros bravos, enfurecidos por acoso de perros. Por último, sacaron al ruedo un puerco, como premio al que, con los ojos vendados, le diese muerte. La juerga entre los presentes llegaba al paroxismo cuando los jugadores, a ciegas, queriendo dar contra el gocho, se acometían entre sí. Total, que hubo jolgorio de los buenos en la Ciudad con este motivo, y daban gracias al Todopoderoso que los bendecía en todo cuanto emprendían.»
Tales bodas tuvieron lugar en el mes de junio de 1144.
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