sábado, mayo 15, 2010

1230: ¿El fin de un sueño o el comienzo de un mito?

Este es el título de la Conferencia que el pasado miércoles, 12 de Mayo, y dentro del III Ciclo de Conferencias Reinu de Llión de la Conceyería de Cultura Llïonesa del Ayuntamiento de León, impartió Hermenegildo López, Catedrático de Filología Moderna de la Universidad de León.

Podríamos hacer sesudos comentarios sobre la misma pero cree el Húsar que lo más atinado es dejar aquí el texto de la conferencia que, si bien es un poco largo, termina sabiéndonos "a poco" cuando llegamos al final.

Gracias Hermenegildo por enviarnos el texto:


INTRODUCCIÓN

“El pasado no predetermina el futuro de los pueblos pero lo condiciona. Todo pueblo que se olvida de su historia está inexorablemente condenado a repetirla. Es más, una colectividad solo cobrará conciencia rigurosa y fiel a su imagen en el espejo de su propio pasado. No por vanagloria ni por autocomplacencia, tampoco por masoquismo. Solo en esa imagen que le devuelva el espejo del pasado puede un pueblo desvelar tanto sus limitaciones cuanto su auténtica potencialidad de futuro”.

Seguramente, todos los presentes suscribirían estas palabras que, con algunas variantes, hemos escuchado, leído o incluso repetido muchas veces, hasta con una cierta dosis de deseo de que así sea, al menos para nosotros; sorpréndanse, sin embargo. Lo que acabo de leer no es mío, ni de ningún escritor leonés ni de ningún político sospechosamente leonesista; se trata de unas palabras, sacadas, tal cual, de un discurso del entonces Presidente de las Cortes de Castilla y León, en la inauguración de aquel infausto Congreso titulado Cortes de Castilla y León, habido en Burgos en 1986 y que comenzaría a representar, una vez más, una mascarada (como la que acabamos de presenciar el pasado día 4 con la programación y la contraprogramación de la Junta que nos malgobierna), la ceremonia de la confusión y la burda manipulación sobre nuestras Cortes Leonesas de 1188; sí, las de un joven Alfonso, llamado desacertadamente el noveno, y que cometió el “error histórico” de convocar antes que nadie y, sobre todo, sin pedir permiso a la Junta de Castilla y León, de convocar, digo, al estamento que más tarde será denominado “el Tercer Estado”, un día de primavera de dicho año 1188 en el recinto de la Iglesia Palatina de la Urbe regia, en la Real Basílica-Colegiata de San Isidoro. Pues bien, estas mismas palabras nos sirven hoy como entrada para esta conferencia o por mejor decir para esta reflexión en voz alta que pretendemos ante ustedes y con ustedes.

Cierto es que, como se alude en ellas, y como suele decirse habitualmente, “el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla”, pero también estamos hartos de oír y de constatar que “la historia que traspasa los siglos la escriben los vencedores”; de hecho, conocemos que ya los griegos preferían un historiador que escribiera los hechos a su manera antes que un general que les hubiera conducido por el camino de la victoria. Más cerca de nosotros aún, cabría lamentarse, ¡qué fácil es manosear y manipular la historia en algunos períodos, por ejemplo en la Edad Media, tan voluntariamente confusa para algunos!; así, se omite lo que se quiere, se interpretan los hechos a beneficio de inventario o como dice, o más bien decía, Juan Pedro Aparicio, tan de actualidad en estas celebraciones con sordina del 1.100 aniversario de la coronación de nuestro primer rey. Pues bien, el escritor opinaba, en un determinado momento, que se lee en las leyendas y “en los versos lo que a algunos les gustaría leer en la realidad”

Sin embargo, y según Luis Suárez Fernández, en su reflexión sobre León, en torno a 1188 obra a la que haremos más de una alusión, “un historiador está obligado a considerar, en cualquier hecho histórico, todas sus circunstancias; solo así se librará de los defectos...” tan comunes, añadiría yo, de esas interpretaciones históricas al dictado de los que detentan y ostentan el poder.

Pero, ¿acaso no representa, hoy todavía, casi una herejía, hablar de historia leonesa? Claro, y es fácil deducir el por qué: si hablamos de la verdadera historia leonesa, se tendría que abundar en unos hechos que contradicen la versión oficialista, lo políticamente correcto, aquí también. Si hablamos de la historia leonesa habría que hablar de hechos y costumbres genuinamente leoneses; sin embargo, lo constatamos y lo sufrimos cada día, lo que se pretende es anular nuestro legado histórico o manipularlo hasta hacer de él una especie de muñón informe y detestable, un sueño surgido, como alguien afirmó en una tesis pagada por la fundación Villalar, de la mente “de los ilustrados del siglo XIX”. Pero ¿cómo se ha podido llegar a negar tal evidencia? ¿Cómo se puede afirmar tamaña majadería que hiere sensibilidades innecesariamente, miente de manera descarada y trata de anular, de incinerar en la pira de una estúpida decisión de diseño de despacho megalómano, una de las identidades más significadas de la historia de este país?

Volviendo, pues, a las palabras que nos han servido para comenzar esta reflexión, cabe una primera y esencial pregunta, ¿cuál es, entonces, la historia que debemos recuperar?

El 24 de septiembre del año 1.230, fecha de la muerte del último rey privativo del Reino de León, Alfonso, ha sido contemplado e interpretado desde varios y muy diferentes puntos de vista:

Para unos es el momento en el que se ha eliminado (¡qué respiro!), de una vez y para siempre, el penúltimo obstáculo en el camino de una siempre deseada y deseable unidad nacional, la reconquista de la vieja patria visigoda, la visión de D. Lucas de Tuy que algunos han denominado goticismo, encarnada curiosamente por este reino y a la que, sin embargo, se oponía los díscolos castellanos deseosos de libertad fuera de las ataduras del Reino de León. Así, para Álvarez Palenzuela “La unión de los dos reinos (obsérvese que no habla para nada de coronas) abría enormes posibilidades de Reconquista a la que pronto se daría el empuje final”.

O, como apunta Gutiérrez Cuñado, “es el hecho de más trascendencia política que registra la Historia de España, desde la derrota de Don Rodrigo en la batalla del Guadalete hasta la expulsión de los moros de Granada”. ¡Casi nada! Es evidente que, para este bien pensante caballero, no debieron existir personajes como nuestro Alfonso o el otro Alfonso, el Emperador, o aún otro Alfonso, el VI, conquistador de Toledo o aún Ramiro II que pudo, para muchos historiadores, especialmente tras la batalla de SIMANCAS, ya en agosto del año 939, acabar la Reconquista si hubiera encontrado un más decidido apoyo por parte de toda una caterva de envidiosos, entre ellos el supuesto héroe castellano Fernán González, al que tuvo que traer a la urbe regia, por dos veces, cargado de cadenas.

Para otros supone, sin embargo, el hundimiento definitivo de lo leonés, de su interpretación del mundo, de sus relaciones consigo mismo y con los demás, de su autoestima incluso; en resumen, de todo lo que este reino representaba. Esa es, por lo que entendemos, la interpretación, entre otros, de J.P. Aparicio que cito: “¿Qué ocurrió con León? ¿Qué se hizo de aquella Carta Magna Leonesa? (...) No caben engaños. Adiós León y adiós libertades leonesas. El León oficial y el León real se separan tanto que el primero se va; en resumen, no encontramos más caracterización para esta fecha que la de un triste y desgraciado final”.

Ilustrativo epitafio; pero no lo es menos el de D. José González: “Así feneció, gallarda, patrióticamente, el Antiguo y Glorioso Reino de León”.

Y, por último, en nuestro contexto actual, citaremos a aquellos que utilizan torticeramente la fecha como dato irrefutable para encontrar unas raíces en las que hundir el nacimiento de la actual Comunidad Autónoma, en la que la Región Leonesa se halla encuadrada, tras todo un proceso anómalo, atípico y dudosamente democrático. Con ello parece nacer, especialmente en las interpretaciones posteriores al proceso autonómico que se dio en los años 70 del pasado siglo, un espiritu castellano-leonés que se nos sigue antojando como algo completamente artificial y que, en modo alguno, justifica lo que pretende justificar: la presencia de León en una determinada Comunidad Autónoma, y ello, sin tapujos, hay que repetirlo y reiterarlo cuantas veces haga falta, a espaldas de la opinión popular. Y cito: “Más tarde, en 1157, el Reino se separa con la muerte de Alfonso VII. Castellanos y leoneses han de llevar 73 años de malas relaciones y, en algunas ocasiones, al borde de la guerra civil. Por fin, en el año 1230 se consigue la paz y definitivamente se unen Castilla y León que es el origen del nacimiento de nuestra región”. Esto en la más pura elucubración y en la interpretación más simplista y sesgada, a nuestro entender, de Miguel Angel Millán Abad, autor, entre otros de algunos libros, curiosamente, sobre Valencia de Don Juan.

De modo semejante se expresan otros muchos escribidores a sueldo o personajes completamente mediatizados por esta nueva realidad administrativa, subvencionadora e iguladora de identidades en provecho propio; un simple ejemplo de un tal García Bartolomé, que elegimos, entre varios, por la referencia al Pacto habido entre Teresa y Berenguela, las dos ex-esposas de Alfonso IX, denominado Fabla de Dueñas y al que haremos mención más adelante: “Por el pacto, pontifica este señor, quedaron indisolublemente unidos Castilla y León; otra cosa no hubiera sido si esta página de la historia castellana no hubiera sido escrita”. Sin comentario ¿verdad?

Esta es, en resumen y para no abrumarles con ejemplos que rayan en la más pura estupidez, la más burda de las manipulaciones y hasta lo claramente ofensivo para un leonés medianamente ilustrado o interesado por su historia; esta es, repito, la interpretación más extraña y a la que trataremos de contestar en esta charla. Por esta razón, nuestros argumentos irán en la línea de demostrar, fundamentalmente, que la unión de las dos coronas no supone el nacimiento o la consolidación de una determinada “región”, ni mucho menos en el contexto en el que hoy interpretamos el vocable, un puro mito entonces, justo sería reconocerlo. Y todo ello, sobre todo, buceando en la propia Historia con mayúsculas y no en las leyendas, en los romances, muchos de ellos antileoneses, y en las interpretaciones sesgadas que venimos padeciendo desde hace ya demasiados años. Nos apoyaremos, asimismo, en la Geografía y por esta razón comenzaremos con una breve mirada a los límites de ambas coronas en la fecha de referencia.

I. APROXIMACIÓN GEOGRÁFICA

Los dos últimos reyes de León, Fernando II y Alfonso IX (o mejor, VIII en la línea de sucesión asturleonesa), habían tenido una preocupación constante y casi única: consolidar unos límites muy concretos para su reino, y procurar, por todos los medios, que no le ocurriera lo que al de Navarra; es decir que se quedara sin posibilidades de extenderse hacia el sur. Todo ello basándose en la experiencia heredada de sus antepasados y ante el empuje de dos nuevas realidades políticas emergentes, ambas, curiosamente, desgajadas de sus antiguos territorios y con un real o aparente complejo de Edipo, que éste es uno de los problemas, sin duda: Castilla por el Este y Portugal por el Oeste. En este sentido deben entenderse, con toda seguridad, matrimonios, guerras, paces y tratados que ocurren durante los dos reinados.

Como resultado de todo ello podríamos establecer como límites de la Corona Leonesa en el momento de la muerte de Alfonso IX los siguientes:

Por el Norte, el Reino se extendía hasta el Mar Cantábrico; la frontera del Este descendía casi por el extremo occidental de la actual provincia de Santander (la Liébana era tierra leonesa) hasta encontrar el río Pisuerga que constituyó, en esa zona, durante largo tiempo, la frontera de Castilla. El Sur quedaría delimitado por las últimas conquistas de Alfonso y de los caballeros de las órdenes militares de Santiago y Alcántara que, alrededor de 1220, ya han repoblado el sur de Extremadura y el norte de la provincia de Huelva. Por el Oeste, los límites se encuentran en el Océano Atlántico y en la frontera con Portugal, consolidada por las conquistas o determinada para el futuro por el Tratado de Coimbra que definía las zonas de influencia de cada uno de los tres reinos (León, Castilla y Portugal). Este famoso pacto, como veremos, tuvo lugar el 11 de noviembre de 1212; en dicho pacto, promovido por el papa Inocencio III, se designaron jueces que pudieran resolver cualquier tipo de conflico entre los tres Alfonsos, y el leonés conseguía, de manera definitiva una franja segura de conquista hacia el sur cuyo final sería Sevilla, Ciudad que se dispuso a conquistar en cuanto le fue posible puesto que no confiaba demasiado en los otros firmantes del pacto. La muerte le impediría llevar a feliz término esta idea, cuando ya sus tropas la tenían a su alcance. No olvidemos, también a este respecto, que desde Fernando I, y hacia 1065, este reino de Sevilla pagaba ya las parias al Reino de León.

Estos límites arriba señalados, y que en nada apoyan las tesis oficialistas anunciadas, tienen, además de otras constataciones (culturales, dialectales, etc.) una, claramente geográfica: véanse, a este respecto, los nombres de algunos pueblos que así lo determinan. Así, si por el Este, entre León y Castilla, algunos pueblos se apellidan “de la Frontera”, en el Sur encontramos varios con el apellido “de León”: Fuentes de León, Segura de León, Arroyomolinos de León, etc.

Es decir y como resumen, la Corona Leonesa abarca, fundamentalmente, Asturias, de la que no se separó nunca, Galicia (que estuvo separada sólo en tiempos de García I, y ni siquiera durante todo su reinado), el núcleo del Reino, constituído, al menos, por las actuales provincias de León, Zamora y Salamanca y la Extremadura Leonesa; una extensión aproximada de 120.000 Km2.

Por su parte, los límites de Castilla, se extendían, por el Noreste hasta la frontera con Francia; Navarra le servía de límite por el Este hasta encontrarse con el reino de Aragón, en una delimitación semejante a la actual, más el Reino de Valencia. Las respectivas zonas de influencia para Castilla y Aragón habían sido determinadas y aceptadas en el pacto de Tudilén, firmado ya el 27 de enero de 1151, entre nuestro Emperador Alfonso y Ramón Berenguer IV, cuñado suyo, conde de Barcelona y príncipe de Aragón. Por cierto que este pacto sería tomado siempre como referente para otros tratados posteriores como el de Lérida en 1157, el de Cazorla en 1179 o el de Almizra en 1244 por el que se fijaron los límites de expansión en la región de Levante de las dos grandes coronas peninsulares.

Pero volviendo a los límites del Reino de Castilla y como resumen, diremos que contaba con el País Vasco, la actual Cantabria, la provincia de Santander, por cierto, siempre denominada el Mar de Castilla, la actual La Rioja, la provincia de Logroño, y el resto de lo que luego se denominaría Castilla la Vieja, el Reino de Toledo, además de otros pequeños reinos de Taifas de la parte septentrional de Andalucía y gran parte del Reino de Murcia. Todo ello representaba una extensión aproximada de 160.000 Km2.

Como consecuencia, la unión de la Corona L,eonesa y la de Castilla, en la persona de Fernando III, supone un conjunto territorial de unos 280.000 Km2. Recordemos a este respecto que la actual Comunidad Autónoma de Castilla y León, a pesar de ser reivindicada, cantada y contada, casi cacareada como “la más grande” (aunque, seguramente, no la más “libre”), comprende, “solamente”, 94.147 Km2, de los que 38.363 pertenecen al núcleo del Reino de León o Región leonesa. ¿Qué se han hecho o dónde han ido a parar esos casi 200.000 Km2 restantes que nos faltan en esta suma de Castilla y de León a la muerte de nuestro Alfonso? ¿Dónde queda ahora esa soñada región de tanto relumbrón que estaba en el origen de aquella unión? ¿Habrá que reivindicar, acaso con nueva cruzada, esos territorios que nos han sido escatimados en el reparto? Ridículo argumento, puro humo, demostración de chamarilero venido a menos, pues no resiste ni el menor de los análisis.

Descartando, entonces, la justificación geográfica de la pretendida “unión”, trataremos de encontrar argumentos ahora, por si los hubiere, en lo que se refiere a la propia historia.

II. ANTECEDENTES HISTÓRICOS

Creemos, a este respecto, y en aras de una necesaria seriedad en el análisis, que debemos considerar, siguiendo el consejo de los analistas de la Historia, todas las circunstancias propias de una fecha y de las anteriores por haber marcado, también en este caso y de manera innegable, el futuro de ambos reinos.

Según Jackson, “León se volvió a separar de Castilla entre 1157 y 1230". (Les recuerdo que el período hace alusión a los dos últimos reyes privativos leoneses, tras el testamento del Emperador Alfonso). Curiosa frase ésta, convendrán conmigo, que culpa a León de una situación en la que fue más sujeto pasivo que activo y, hemos de recordar también aquí, que, si debemos hacer caso a los hechos, que son tozudos, era el Condado de Castilla el que siempre había pretendido independizarse y separarse de León, Reino que, por otro lado, y sobre todo desde Lucas de Tuy parecía haber asumido, por el contrario, el papel activo de la recuperación de la unidad de la patria visigótica; la doctrina del goticismo, como hemos ya señalado.

Recordemos también, en este espinoso tema de las separaciones testamentarias de los diferentes reinos, que nunca se había dado esto en la tradición leonesa y que fue, precisamente, Fernando I el que impondría la visión patrimonial de los reinos dada su formación y procedencia navarra.

Hemos de confesar, sin embargo, que al situarse el Reino de León como beneficiario de esta nueva situación, separado de Castilla, y conociendo a lo largo de estos 73 años de independencia efectiva su mejor momento como nación, también se le trata de hacer protagonista y causante de esta provechosa situación.

Así la define Carlos Cabañas Vázquez en su libro Esto es el País Leonés: “El País Leonés, en la época de su separación de Castilla, vivió el momento más fecundo, rico y creativo de su historia; convivían en él las más diversas razas, lenguas y religiones, con pocos enfrentamientos y un ambiente de tolerancia y libertades”.

No obstante, la línea argumentativa de Jackson parece cuestionar los mismos orígenes de ambos reinos. Hay, para nosotros y para cualquier historiador imparcial y avisado, determinados hechos que son incontrovertibles, bien simples y que enunciamos en forma de preguntas retóricas: ¿Cuál de los dos existió primero? ¿Quién perteneció a quién? ¿Quién se separó, por qué razones y en función de qué intereses e influencias? ¿Qué consecuencias se derivaron de esas separaciones?

Alfonso IX que había nacido en la ciudad leonesa de Zamora, llega al trono en 1188, a los 18 años, y no sin problemas (especialmente por motivos dinásticos, a causa de los deseos de su madrastra, la castellana Hurraca López de Haro, de convertir a su hijo en sucesor de Fernando II, y en plena guerra contra los castellanos). Ese mismo año, en San Isidoro, Iglesia Palatina del Reino y que albergaba los sepulcros de la mayor parte de sus predecesores, ocurre lo que, para unos pocos hace tan solo unos años, para algunos más después del 800 aniversario del hecho, y hoy, por suerte, para casi todos, una vez que hasta el propio rey Juan Carlos se ha pronunciado al respecto, y en palabras de J. P. Aparicio, ocurre, digo, “el hecho más excelso de la historia de los pueblos de España” y al que el mismo escritor ha comparado bien recientemente con el descubrimiento de América: la Carta Magna Leonesa.

Sin extendernos en la explicación de estas Cortes, hoy día harto conocidas y celebradas como la primera manifestación del Parlamentarismo moderno, diremos como resumen que en ellas se recogen muchos de los derechos humanos todavía vigentes:
  • Defensa de la persona contra los abusos del poder.

  • No discriminación por razón de sexo ni de estatus social ni de religión

  • Inviolabilidad de correspondencia y domicilio… (que ya tenían antecedentes en el Fuero de León de 1017 otorgado por su tatarabuelo Alfonso V, El de los Buenos Fueros)
En palabras de Luis Suarez Fernández, “el Rey se había colocado debajo de las leyes y no por encima de ellas” Situación novedosa para la época, debemos convenir.

Todas estas pretensiones, en una sociedad de la Edad Media causaban, sin ningún género de dudas, innegable temor, sobre todo en la Nobleza y en el Gran Clero, los cuales darán al nuevo rey (Fernando III) todo tipo de apoyo para que éste restaure la situación anterior.

Las conquistas realizadas, gracias al arrojo de las mesnadas leonesas, en Huelva y en Sevilla, puestas en manos de estos nobles sumisos e interesados, darán lugar, por ejemplo, a los latifundios andaluces. ¡Qué poco cambian los tiempos y cómo se cobran las traiciones contra aquellos a los que, por obligación o devoción, habría que defender! Ayer eran los nobles y hoy son esos que se autodenominan, pomposamente, los representantes de la voluntad popular. ¡Qué ironía!

En una sociedad en la que se da una clara “preponderancia de lo movedizo, representado por una monarquía ambiciosa y expansiva, Castilla (y estamos utilizando, de nuevo, palabras de J. P. Aparicio), su monarquía y aristocracia gozaban de ocasión de medro más favorable (...), tan favorable como para arrastrar (incluso) la voluntad de los poderosos leoneses.

Parece claro, sin embargo, que la unión de los intereses de los dos últimos reyes de León y de éste su pueblo habían sido muy diferentes a esas ideas expuestas por lo que al otro reino se refiere y podrían concretarse como sigue: fijación de unas fronteras definidas y profundización en los aspectos jurídicos, cuestión ésta de suma importancia para una colectividad, para un país, si no quiere convertir las relaciones entre sus individuos en lo que algunos han denominado la ley de la selva, el poder del más fuerte y, como consecuencia, el aplastamiento del más débil.

Definiremos estos aspectos en tres apartados muy concretos:

1. POLÍTICA MATRIMONIAL

Los matrimonios de Fernando II y Alfonso IX son claramente dictados por “necesidades del Estado”. Ambos tratarán, en un primer momento, de encontrar una alianza segura con Portugal y quién sabe si un acercamiento definitivo a este reino que, unos pocos años atrás, en 1143, se había separado de la Corona Leonesa por los afanes de notoriedad y poder desarrollados por la infanta Teresa de León, hija ilegítima de Alfonso VI y una noble berciana, Jimena Muñiz. Por esta razón se llevarán a cabo los matrimonios de Fernando de León con Urraca de Portugal y de Alfonso con Teresa.

Uno y otro serán declarados nulos y, como si el hijo hubiera aprovechado la experiencia de su padre, se producirá en ambos casos aquella vieja maniobra política que sigue el consejo conocido: “si no puedes vecer a tu enemigo, alíate con él”; de este modo los reyes de León desposarán posteriormente dos infantas castellanas: Urraca López de Haro y Berenguela, hija esta del rey de Castilla Alfonso VIII, según el nomenclator impuesto por los historiadores ortodoxos, pero primero de este reino y declarado enemigo confeso de León. Se reproduce, asimismo, la solución de compromiso y un arranque de generosidad, exactamente los mismos que, en su momento y ante las reiteradas traiciones del conde castellano Fernán González, encontraría Ramiro II que, sin embargo, no utilizó ni con sus primos, los descendientes de Fruela en Asturias ni con su propio hermano Alfonso IV, a los que condenó a la desorbitación.

Fernando II, sin embargo, y como si esta medida le repugnara, intentará primero una solución intermedia: el matrimonio con Teresa Fernández (que desgraciadamente moriría muy pronto), noble gallega emparentada con el clan de los Lara, poderosa familia casi siempre detrás de la mayoría de las intrigas habidas en ambos reinos.

2. POLITICA EXTERIOR

Entraremos ahora a desbrozar lo que hemos denominado política exterior o, dicho de otro modo, las relaciones con el resto de los reinos de la Península, algo que nos pondrá sobre la pista de los objetivos de nuestros dos últimos reyes privativos.

Alfonso VII, el Emperador, muere en el sitio de la Fresneda, provincia actual de Toledo, en 1157 y reparte su reino entre sus hijos; algunos historiadores no dejan de razonar el hecho desde el punto de vista de la imposibilidad de convivencia entre los dos grandes reinos que lo componen o incluso en el coste que suponía tratar de mantener esta condición de imperio, nacido, de cualquier modo, de la tradición leonesa y no de la castellana que había sido un reino independiente durante un breve espacio de tiempo, con el hijo de Fernando I, Sancho, muerto, es bien conocido, al pie de las murallas de Zamora.

Como se sabe, el segundo hijo del Emperador, Fernando, marcha precipitadamente a León para hacerse cargo del reino “como si temiese alguna maniobra de su hermano” Sancho que había heredado Castilla; esto en palabras de Alvarez Palenzuela. Entre otras razones, había quedado una cuestión pendiente y era la delimitación efectiva entre ambos reinos, especialmente en esa línea difusa y cambiante al albur de los caprichos de los nobles de la zona o a la belicosidad de los reyes de turno; nos referimos, naturalmente a la denominada Tierra de Campos, para muchos, sin embargo, siempre asociada a las tierras de León bajo el conocido nombre de los Campos Góticos.

Por otro lado, el problema con Portugal se agrava al no llegarse a un acuerdo con Alfonso I Enriquez y al haberse establecido un pacto previo de amistad (firmado en Sahagún en 1158) entre León y Castilla que determinaba, incluso, una posible repartición de dicho reino en proceso de formación.

La desconfianza mutua y el recelo del portugués provocarán la realización de actos violentos en la frontera, la sublevación de Salamanca (con la efectiva ayuda de Portugal), dos nuevas entrevistas con Alfonso, la repoblación de Ledesma y Ciudad Rodrigo, la delimitación de la frontera en la comarca de Tuy por medio del Tratado de Lérez (1165) y el matrimonio de Fernando con la infanta portuguesa Urraca, como ya hemos comentado anteriormente.

Nuevos avances portugueses en el reino moro de Badajoz, que no agradan a Fernando, enfrentarán de nuevo a suegro y yerno, decidiendo este último la firma de una alianza transitoria “con el infiel” que fue calificada de “escandalosa”. Sin embargo, en esta situación política de arenas movedizas, la mayor parte de las veces, en 1171, los leoneses ayudarán eficazmente al rey portugués en su ataque contra Santarén, zona claramente de conquista portuguesa, hecho que vendrá a significar, por lo tanto, la ruptura de la amistad con el pequeño califa.

Convendremos, de cualquier modo, a la vista de los hechos y de nuevo con Alvarez Palenzuela, que “Fernando II es coherente con los intereses de su reino, tanto cuando colabora con los musulmanes para impedir que los portugueses tomen Badajoz, o para lograr que le devuelvan sus conquistas en la frontera, en 1170, o cuando derrota a los portugueses en Argañal, en 1179, como cuando, gracias a su intervención, los portugueses salvan Santarén en dos ocasiones, en 1171 y, sobre todo, en 1184.

En 1178 se producen nuevos ataques contra las fronteras del reino, esta vez por parte de los castellanos. El problema se agrava ya que, al año siguiente, Fernando se verá obligado a combatir en dos frentes, pues los ataques se producirán, de una forma coordinada, por parte de castellanos y portugueses. La gravedad de la situación hace que el Rey convoque dos Curias, pero no consigue despertar el entusiasmo de los nobles y obtener recursos para la guerra, dado que algunos de ellos tenían intereses a ambos lados de la frontera.

De nuevo aquí se impone una referencia hacia su sucesor Alfonso que, en situación similar, permitirá y favorecerá la incorporación a estas curias, del denominado tercer estamento, los representantes populares que, ellos sí, le prestán una efectiva ayuda.

Pero volviendo a la situación delicada de Fernando II de León, diremos que, a regañadientes, éste firma el tratado de Fresno-Lavandera en junio de 1183, intentando, una vez más y ya van muchas, que se establerieran los límites de León y Castilla y sus áreas de influencia en la conquista, al menos hasta 1193. Sin embargo, la voracidad del rey castellano le lleva a no respetarlo y, apenas cinco años más tarde, en los momentos más que difíciles de la muerte y sucesión de Fernando, invadirá el reino y llegará en su avance por el sur hasta Coyança (Valencia de don Juan).

La amenaza de una previsible alianza anticastellana que se está gestando entre Portugal, Aragón y León, por la que venía abogando desde hacía años Alfonso II de Aragón ante esta nueva realidad castellana que todos temían, frenó los ímpetus belicosos del rey de Castilla y decidió a éste a pactar con León. Se produce entonces una primera entrevista y posteriormente la Curia de Carrión en la que Alfonso IX es armado caballero por su primo (si bien hay que señalar que en el acto queda claro que no existe ningún tipo de sometimiento ni relación de vasallaje) y se compromete en matrimonio con una infanta castellana. Cabe señalar, como anécdota, que, en la misma ceremonia fue armado caballero el Principe Conrado de Suabia, hijo del Emperador Federico Barbarroja de Alemania. El citado príncipe había venido con el objetivo de desposar a la Infanta Doña Berenguela, algo que no pudo hacer debido a la oposición de ésta. De cualquier modo, hemos de recordar que el rey de Castilla, sin embargo, no renuncia, tampoco, explícitamente a sus conquistas en León. Todo ello sigue entonces avivando el sentimiento anticastellano entre los leoneses así como en Aragón, pues ambos reinos ven en Castilla un peligro para el equilibrio entre las diferentes entidades e identidades del momento.

Se llega así, tras una serie de reuniones y de acuerdos, previos a un nuevo tratado, el Tratado de Huesca (1191), en el que participa también el rey de Navarra, Sancho IV, acordándose la guerra contra Castilla y el matrimonio del rey leonés con Teresa de Portugal.

Una serie de circunstancias que podríamos resumir en la muerte del rey navarro, la nulidad del matrimonio de Alfonso IX cuando ya habían nacido de él tres hijos, las preocupaciones ultrapirenáicas y mediterráneas del aragonés y el avance incontenible de los almohades, todo ello desaconseja una guerra que algunos habían ya comenzado aunque con muy poco entusiasmo.

A comienzos de 1194, se iniciaba un nuevo acercamiento entre León y Castilla sellado con un tratado de amistad en la localidad de Tordehumos, incoherente, lleno de falsas buenas intenciones y, por lo tanto, muy breve. Al año siguiente se produce la estrepitosa derrota de Alarcos en la que el castellano, juzgando imprudentemente el número de los combatientes almohades, decide comenzar la batalla antes de la llegada de los soldados leoneses y de los navarros a los que pretendía, de este modo, no invitar tampoco al subsiguiente botín. Esta situación produce un nuevo enfrentamiento y la creación de un nuevo frente anticastellano que también apoya Navarra; Alfonso el leonés consigue atraer hacia sí, incluso a los musulmanes lo que reproduce la antigua política de acercamiento al “infiel” comenzada por su padre Fernando.

Como consecuencia de todo ello, el leonés es excomulgado lo que faculta a sus enemigos cristianos a invadir su reino. A ello se deciden de manera feroz Portugal, Aragón y Castilla lo que trae como consecuencia verdaderas devastaciones fundamentalmente en la frontera del Este.

Falto de apoyo por la poca combatividad de Navarra y ante la tesitura del descrédito por mor de su excomunión, además de la tregua ofrecida por el Califa a Alfonso el de Castilla, nuestro Alfonso no tiene otra salida que la de un matrimonio de compromiso, esta vez con Berenguela, la hija del rey castellano. Enlace efímero también, por el parentesco de ambos esposos que, además de no solucionar ninguno de los problemas entre los dos reinos (se agravarán, incluso, con la ruptura del matrimonio) trae como consecuencia, esta vez, la enemistad con Portugal.

Postponiendo estos y otros muchos problemas entre los reinos cristianos, puesto que se predica por entonces una cruzada contra los árabes, se firman una serie de paces y tratados (entre León y Castilla, la Paz de Cabreros) y todos se preparan para la lucha contra el enemigo común. Pero, curiosamente, mientras se produce la batalla de Las Navas, Alfonso IX que no participa, aprovecha la ausencia de su primo y se apodera de algunas posiciones fronterizas que venía reclamando desde antiguo (incluso en época de su padre) como pertenecientes al Reino de León. Por lo que se constata, tampoco los leoneses de aquella época olvidaban fácilmente sus justas y razonadas reivindicaciones.

Tras la batalla de las Navas, en 1212, comienza el derrumbe del imperio almohade y se abren para los reinos del Norte grandes posibilidades de conquista. Algo semejante a lo ocurrido tras la batalla de Simancas en época del gran Ramiro II. En estas condiciones, el acuerdo es fácil pues garantizaba aquello por lo que León venía trabajando con ahinco y sin desmayo desde la división del imperio de Alfonso VII: una reserva de conquista hacia el sur. Así, en noviembre de ese mismo año 1212 se firma el acuerdo de Coimbra (el llamado el de los tres Alfonsos) y se pone momentáneo fin a las disputas y luchas fronterizas.

Comienza incluso una época de tímido acercamiento entre los tradicionales enemigos, León y Castilla, por medio del matrimonio de Enrique, el nuevo rey de Castilla, y Sancha, heredera del trono de León tras la muerte prematura del heredero Fernando, con 22 años y sin dejar descendencia.

Sin embargo, la indecisión de Alfonso, no demasiado convencido de las bondades de esta solución y, sobre todo, la muerte del joven rey castellano impiden la puesta en práctica de esta idea. Como consecuencia de esta muerte inesperada, aparece una grave crisis sucesoria en Castilla habilmente explotada a su favor por Berenguela, hermana del difunto y ex-esposa de Alfonso de León, la cual cede a su hijo los derechos del trono de Castilla.

Para el rey de León, la solución es una verdadera catástrofe pues las tierras del Infantado (los Campos Góticos) que pertenecían a su hijo Fernando, como consecuencia del pacto de Cebreros, pasaban así a Castilla, algo que los leoneses no están dispuestos a tolerar. Por esta razón el rey invade inmediatamente Castilla y logra, por medio de un nuevo tratado que, al año siguiente (estamos en 1218), se rectifique la frontera favoreciendo a León.

Liberado de esta preocupación, el rey pasa sus últimos años en una especie de agitada campaña de conquistas (Mérida, Cáceres, Talavera la Real, Badajoz, etc), de repoblaciones y de concesión de fueros, haciendo país y tratando de llegar hasta Sevilla, como hemos señalado, límite del reino por el sur, para asegurar, de una vez por todas, la frontera de su reino. Cuando el 24 de septiembre de 1230, peregrino a Santiago, le sobreviene la muerte en Villanueva de Sarria, Sevilla ya estaba al alcance de su mano, pero Alfonso no podrá ver cumplidos sus sueños de conquista.

En resumen podemos afirmar que este período de 73 años de la historia del Reino de León fue sin duda turbulento, pero nos demuestra, de una manera clara y reiterada el orden de prioridades y los deseos de la monarquía reinante.

3. LA ACTIVIDAD LEGISLADORA

Alfonso IX, recien llegado al trono y además de las intrigas palaciegas promovidas por su madrastra Urraca la cual pretendía el trono para su hijo Sancho, se encontró ante un grave apuro: las tropas castellanas de su primo, el otro Alfonso, penetraban por la Tierra de Campos. Convocó entonces a toda su corte para una asamblea o Curia y pidió, en palabras de Luis Suarez, “a las ciudades y villas, las más importantes de su Reino que acudiesen también, haciéndose representar por medio de procuradores. (...) Se había establecido el gran principio revolucionario de que el tercer estamento tenía la misma voz que los dos primeros en cuanto atañía a los asuntos del reino”

Pero nos cabe ahora una pregunta ¿por qué se da precisamente en León lo que, según Carretero, “podría ser denominada la Carta Magna española, anterior en varios años a la inglesa (...) y más liberal y democrática que la de Juan sin Tierra”? La conquista de las libertades para un pueblo no es nunca un hecho casual ni surge por generación espontánea; necesita, a mi entender, fundamentalmente dos cosas: una conciencia bien definida de colectividad y unos “hábitos” especiales de convivencia.

Desde el castro al municipio, pasando por las condiciones de la reconquista y la constitución de los nuevos núcleos de población como comunidades de hombres libres, podemos afirmar sin duda, que estas condiciones subyacen en la vida de los habitantes del solar leonés. Todo ello ha ido constituyendo unas costumbres, unas instituciones (los concejos), unas propiedades comunales e incluso un derecho, que tendrán reflejo en un largo proceso que pasa por varios momentos importantes; en un apretado resumen señalamos:

Las leyes que se conocen como el Fuero de León de Alfonso V dadas en 1017 y que el mentado Luis Suarez considera como “la primera piedra del efificio de la libertad. Para toda Europa y no solo para el pequeño rincón de la Península”.

El Concilio de Coyanza en el que, además de contemplarse aspectos referidos a la vida de la Iglesia, el rey Fernando refrenda solemnemente y acepta los compromisos de los monarcas anteriores (fundamentalmente Alfonso V) y dicta reglas de convivencia para los súbditos de sus reinos.

Los sucesivos Fueros otorgados a las diferentes ciudades y villas del Reino y los concilios y Curias Regias, especialmente las dos convocadas por Fernando II en 1178, ante el ataque de los castellanos, hasta desembocar en el reinado de Alfonso IX que toma, sin duda, como modelo, ampliándolo, el mismo que fue utilizado diez años antes por su padre.

Con estas tres premisas a las que venimos haciendo alusión y que recogemos de nuevo, a los efectos de una mejor comprensión (la política matrimonial, la política exterior y la actividad legisladora), estaremos en disposición de entender mejor los acontecimientos que se producen a la muerte de Alfonso IX y que pasamos a considerar de inmediato.

III. LA SUCESIÓN A LA CORONA LEONESA

Alfonso muere, como hemos comentado, camino de Santiago en cuya catedral está enterrado al lado de su padre Fernando (por cierto, presididos sus sepulcros por sendos escudos de Castilla y de León, en el summun de la incongruencia), dejando expresamente como herederas de su reino o reinos, si consideramos las entidades de Asturias y Galicia, a las hijas habidas de su primer matrimonio con Teresa de Portugal, Sancha y Dulce, ya que el primogénito, Fernando, había muerto, como hemos recordado anteriormente, sin herederos. La voluntad clara del difunto rey, en su testamento, determinaba que desconocía los derechos de su segundo matrimonio con Berenguela, manifestando su negativa expresa a que reinara en León su hijo Fernando, entonces ya Rey de Castilla. Existía, incluso, una promesa firme de la Orden de Santiago de defender estos derechos contra las posibles apetencias de Fernando.

Este hecho, esta decisión que algunos historiadores mediatizados por la interpretación más despectivamente oficialista han llegado a calificar como “de un salto en el vacío”, enlaza, sin embargo, de manera clara, con el celtismo imperante en el Reino de León. Urraca, por ejemplo, ya había sido reconocida como sucesora de Alfonso VI y además en las propias Cortes de 1188 se había determinado de manera clara la “no discriminación por razón de sexo”. Existía, además, un precedente inmediato en la propia Berenguela que había conseguido los derechos de sucesión de su padre Alfonso VIII de Castilla. ¿Lo que sirve para unos por qué no debería servir para otros?, cabe preguntarse.

Fernando que se hallaba, en aquel momento, combatiendo en Jaén, suspende el ataque por indicación de su madre y se encamina a toda prisa a la urbe regia para hacerse coronar. La diplomacia, sin embargo, se mueve delante de él y se produce el episodio conocido como las “fablas de dueñas” que, en resumen, es como sigue: Berenguela concierta en Benavente (algunos autores hablan de Coyança) una entrevista con las verdaderas herederas y su madre Teresa y llega al acuerdo de comprar los derechos de sucesión por 30.000 maravedíes anuales para cada una.

Fernando, sin embargo, no se atreve a llegar hasta León donde, según García Bartolome, “había numerosos partidarios de las infantas”. Cosa lógica, opinaría cualquiera, por ser las herederas legítimas y por la serie de problemas que venían siendo causados durante siglos desde la frontera del Este. Por esta razón se hace coronar en Benavente, algo verdaderamente insólito según la costumbre de la urbe regia.

El Maestre de Santiago rompe su promesa (¿nos suena a la actualidad, verdad?) y por ello es incluso excomulgado por el Papa, pero ante las exigencias del Alto Clero será perdonado más tarde. Nadie piense, sin embargo, que la situación se soluciona de una forma tan sencilla; si abrimos cualquier texto de historia veremos alusiones a revueltas leonesas (las más inmediatamente cercanas a los hechos, en Zamora, Ciudad Rodrigo y Salamanca) que tuvo que reprimir Fernando. Y, otra vez en la apreciación de Aparicio, “cuando el rey sofoca la resistencia, el inquietado lector no tiene más remedio que liberar un suspiro de alivio. ¿Qué demonios querían aquellos leoneses que no aceptaban a Fernando III, santo además? Aquí no queremos inventarnos nada (...). Si alguien quiere expresar los deseos leoneses de la época le basta con un solo vocable: libertad.

El botín es sabroso y suculento para los vencedores y para los traidorzuelos que se venden por algo más que aquel socorrido plato de lentejas bíblico; la consecuencia, en este caso, según Sanchez Albornoz (nada sospechoso de veleidades leonesistas, dado su origen castellano), “un pueblo que no conocía el régimen feudal, ve cómo los nobles van acrecentando sus señoríos, de qué manera menguan sus libertades y hasta qué punto, una de sus instituciones más señeras, el Concejo Abierto, se transforma o desaparece para ser sustituído por los ayuntamientos que, desde su constitución, quedan en manos de unas pocas familias.

¿LA UNIÓN DEFINITIVA?

A partir de ese momento, el Reino de León aparecerá encuadrado en una unidad más amplia que ha venido denominándose, para abreviar, Corona de Castilla o simplemente Castilla en un absurdo y ofensivo reduccionismo; sin embargo, seguimos manteniendo, con argumentos sólidos, que nunca perdió su identidad a pesar de los siglos y los esfuerzos invertidos en ello. Hay que decir, a pesar de todo, que el sentir leonés (e incluso el español) se encontró muchas veces oculto tras unos intereses que nunca habían sido los suyos (políticas de las casas de Austria o de Borbón) y sobre todo en nombre de lo que ha sido una cruz que ha lastrado, sin necesidad, la identidad leonesa por no ser ambas incompatibles, eso que algunos han denominado “la sagrada unidad de España” o “los intereses de Estado”. ¿De qué estado, podrían preguntarse muchos? ¿Del estado de postración al que León ha venido siendo sometido?

Aquella integración, nadie se engañe, no debió ser tan sencilla como algunos pretenden que nos creamos. Además de esas inmediatas reacciones de protesta, a las que aludíamos más arriba, se produjeron otras a lo largo de toda la Edad Media. Recordaremos solamente las más importantes:
  • Antes de la muerte de Alfonso X se produce un problema sucesorio en el que interviene el propio príncipe Sancho. Hay levantamientos en Zamora, donde el príncipe llega a establecer una corte separada de la de su padre, en Toro y en Sahagún. El rey pide ayuda a los árabes y finalmente derrota a los leoneses. Como fruto de esta ayuda a quien será luego Sancho IV, los habitantes de estas tierras recobrarán algunos de sus antiguos privilegios.
  • A la muerte de este rey, bajo la regencia de María de Molina, de nuevo constatamos enfrentamientos entre leoneses y castellanos. El príncipe don Juan, apoyado por gallegos, portugueses y aragoneses, reinó, con el nombre de Juan I en Galicia, León y Sevilla de 1296 a 1301 durante la minoría de edad de Fernando IV.
  • Durante el reinado de Alfonso XI, la muerte de los regentes leoneses originó nuevas desavenencias y, así, en 1315 se acordó que los alcaldes del Reino de León se reunieran cada año por noviembre en Benavente. En ese mismo año se derogan los privilegios que Alfonso IX había otorgado a los judíos leoneses, estallan nuevas revueltas y estas terminan, como tantas otras veces, enriqueciendo más y más a la nobleza. En 1325 el rey se deja llevar por los consejeros castellanos y se organiza la matanza de los leoneses que habían intentado la rebelión o que la habían apoyado (Don Juan es asesinado en Toro, Osorio en Valderas, etc.), lo que produce una nueva rebelión de las ciudades leonesas. A estos episodios, sin embargo, algunos autores tienen el atrevimiento, y la poca vergüenza intelectual, de denominarlos “luchas internas castellanas” (Diccionario Enciclopédico Plaza y Janés).
  • En la lucha dinástica entre Pedro I y Enrique de Trastamara (a pesar de ser éste hijo de una tataranieta de Alfonso IX de León, Leonor Núñez de Guzmán Ponce de León), los leoneses apoyaron a quien, a la postre, sería el perdedor, lo que les vale nuevas purgas y limpiezas varias; en estas guerras participan figuras tan conocidas como Men Rodríguez de Sanabria (héroe de la novela de Gil y Carrasco) o Fernando de Castro.
  • Durante la minoría de edad de Enrique III existe todavía la costumbre del nombramiento de un regente por León (Ferrán de Aspariegos, en este caso) y otro por Castilla. Se produce también por estos años, el intento de Don Fadrique, descendiente de Alfonso IX, de coronarse rey en León, apoyado, eso sí, por Zamora, Benavente, Salamanca, Villalpando, etc., y finalmente vencido en Roa (1397), 196 años después de aquella unión que algunos habían calificado de “indisoluble".
Como resumen, podemos afirmar que todas estas luchas no fueron sino un intento de secesión leonesa y no creemos necesario recordar de nuevo la razón de las mismas.

Mas, dejando a un lado las guerras, y rastreando otros indicios de una más que evidente falta de unidad en este conglomerado creado por los intereses de los unos y el conformismo culpable de los otros, encontraremos los siguientes:
  • Alfonso X redacta las leyes godas para los reinos de León y de Toledo, lo que nos lleva a inferir que el rey consideraba que estos territorios tenían un sistema legislativo diferente del que regía en el reino de Castilla. Todos sabemos que las leyes son algo que marca de manera más clara las diferencias entre países.
  • Por la misma época se celebran cortes en Zamora, estableciéndose los representantes de las ciudades (9 por Castilla, 8 por León y 6 por Extremadura). Consecuentemente podemos deducir que tanto Extremadura como León como Castilla eran consideradas entidades muy diferentes bajo una misma corona.
  • Por otro lado, no está de más recordar que hasta el siglo XV, las cortes de León no comenzarán a reunirse con las de Castilla. La causa por la que lo hacen no es por deseos de unión sino para vigilarse mutuamente, por recelos, envidias y odios; en algún caso, incluso, sus representantes llegaron a enfrentarse a golpes delante del rey.
  • Una última reseña podría referirse a la época del Emperador Carlos, entre cuyos títulos exhibe el de “Rey de León”. Pues bien, en sus ausencias de España, deja como gobernador del Reino de León al Conde de Benavente mientras le acompaña por Italia y Alemania el Marques de Astorga. Sin olvidar, en este sentido, la propia figura del Adelantado Mayor del Reino de León, institución que se mantuvo hasta el siglo XIX.
Existió, no parece prudente ni siquiera dudarlo, una clara diferenciación de territorios a lo largo de la historia y fruto de ello será la organización administrativa del Estado, vinculada a la visión centralista de los Borbones.

Esta división conoce diversos ensayos (Foridablanca, Llorente, el Trienio Liberal, etc.), hasta llegar al decreto del 30 de noviembre de 1833, de Javier de Burgos, por el que se divide el territorio nacional en cuarenta y nueve provincias y que, con la partición de Canarias en dos, en la época de Primo de Rivera, llega hasta nuestros días.

Pues bien, con algunas variantes, en todas esas divisiones se ha reconocido siempre una entidad particular denominada Reino de León o Región Leonesa y que comprende las provincias de León, Zamora y Salamanca. En el intento, incluso, de la Primera República (1873) para incluir a León dentro de Castilla la Vieja, se produce una inmediata y contundente respuesta por parte de la Diputación Leonesa, pidiendo a los Estados Generales ser un estado autónomo de la República Federal. Dicha República, como sabemos, fue abortada por la Restauración Borbónica del año siguiente tras el pronunciamiento del general Martínez Campos.

CONCLUSIONES

A lo largo de esta reflexión sobre la pretendida unión de los reinos de León y de Castilla, de la ocultación de León y de esa fecha de 1230 invocada como exorcismo, encantamiento o hechizo contra díscolos leoneses que siguen cuestionando una realidad política impuesta, he pretendido, además de considerar la propia unificación, sus circunstancias y consecuencias, comentar también las posibles causas y tomando para ello como testigos más que fiables a la geografía y a la historia misma que rodea esos hechos. Y ya que, como sabemos, es muy difícil explicar la delicada situación de aquel momento (y de cualquier otro de una determinada época), sobre todo extrayéndolo de su contexto, uno se ha visto obligado también a comenzar hablando de fechas anteriores para poder acometer con mayor fiabilidad el tema en sí.

Por todo ello podemos afirmar, ya para poner fin a esta charla, que, por lo que hemos constatado, ni existió ni existe tal unión, ni tampoco la identificación que se pretende de lo leones como castellano, y mucho menos se puede seguir argumentando que nos encontramos ante el antecedente más palmario de las raíces de la comunidad autónoma en la que, una vez más hay que repetirlo, no solo nos integraron contra nuestra voluntad sino que se usaron las trampas más saduceas para dar a la situación un tinte de democracia y modernidad.

Ante todo este cúmulo de lo que hemos calificado como un MITO, solo cabe una solución: conocer nuestra historia y divulgarla para que, en el conocimiento, nadie sea motivo de manipulación o engaño; no nos sorprenden reacciones como las que hemos padecido y constatado cuando, desde el poder alguien ha sido capaz de expresarse del modo que vais a comprobar, pues nada hay más intimidatorio, nada produce más terror en este país y sobre todo en aquellas épocas de despertar democrático que sacar en procesión el espantajo amenazante de la ruptura de España:

El 30 de junio de 1978 se constituye el Consejo General de Castilla y León. El Presidente de dicho Consejo General, José Manuel García Verdugo envió una carta a todos los alcaldes de las provincias integrantes para advertirles sobre una campaña disgregadora: "En esta campaña que pretende la división de castellanos y leoneses parecen estar implicados claros enemigos de la Constitución y de la democracia, y representantes de intereses egoístas e insolidarios. Su gravedad es indudable, ya que provoca discrepancias y enemistades, precisamente en momentos que requieren serenidad y sosiego". Además del mito, injustificado a todas luces, el miedo que, como dice el refrán, intenta guardar la viña; la suya y la del vecino, claro está.

Por mi parte, y tratando, a pesar de todo, de terminar en una actitud de esperanza en el futuro, solo quisiera aportarles el conocido consejo de Ambrosino a Rómulo en la novela de Massimo Manfredi, La Última Legión: "Cuando se huye y uno deja todo a sus espaldas, el único tesoro que podemos llevarnos con nosotros es la memoria. Memoria de nuestros orígenes, de nuestras raíces, de nuestra historia ancestral. Solo la memoria puede permitirnos renacer de la nada. No importa dónde, no importa cuándo, pero si conservamos el recuerdo de nuestra pasada grandeza y de los motivos por los que la hemos perdido, resurgiremos”.

¡QUE ASÍ SEA!

4 comentarios:

Mirbind dijo...

¿Traiciones del Conde Fernan González? Por favor...

HúsarTiburcio dijo...

¿Cómo llamaría Ud. a todas las actuaciones de Fernán González, en contra de todos sus juramentos de fidelidad?

Anónimo dijo...

Cantabria siempre denominada "Mar de Castilla" supongo que será así nombrada o fuera nombrada por los castellanos. Aquí al Mar que nos baña e llamamos "Cantábrico" y eso de "Mar de Castilla" siempre ha sentado cómo una putada en mitad de los cojo...Nosotros somos Cantabria, el pueblo cántabro, y nada más. Españoles también.

HúsarTiburcio dijo...

Las pegatinas con la leyenda "Santander, Mar de Castilla" se vendían en la propia ciudad de Santander y varios miembros de nuestro Colectivo pueden dar fe de ello.

Por otra parte, cada uno puede decir lo que quiera sobre quien es, pero referirse sólo a una parte de los propios antepasados... es como si los leoneses sólo nos reconociéramos como astures haciendo caso omiso del resto de pueblos que conforman el moderno pueblo leonés.