jueves, enero 15, 2009

¡A mí Sabino, que los arrollo!

Para los no iniciados, esta mítica frase (o su variante “¡A mí el pelotón Sabino, que los arrollo!”), según parece, supuso el comienzo de la mítica “furia española” trasladada a las botas de los pelotoneros, nombre con el que califica a los futbolistas el conocido escritor local Victoriano Crémer.

Según rezan las crónicas, fue pronunciada por José María Belausteguigoitia Landaluce (conocido en el mundo del fútbol como Belauste), inmediatamente antes de haber marcado un “hercúleo” gol durante el partido que nos enfrentó a los suecos en los Juegos Olímpicos de Amberes de 1920.

Si, en aquella “memorable” ocasión, Belauste le pidiera a su amigo y compañero Sabino (ambos del Athletic Club de Bilbao, curiosamente) “el pelotón”, en esta, es el inefable consejero Villanueva, el cual, según se desprende de unas declaraciones recientes (04.01.09), estaría dispuesto a emular, no solo a Belauste o a cualesquiera de los pelotoneros de mucho músculo y escaso cerebro, sino, incluso, al enano gruñón del cuento de Blancanieves.

O quizá nos encontremos ante la reencarnación más señera del baturro de aquel conocido chiste que, por si acaso, les recordamos. Cuentan que, en una ocasión, iba caminando uno de Huesca acompañado de su borrico; en un momento determinado debían cruzar la vía del tren, pero el burro se atasca y no quiere caminar ni hacia delante ni hacia atrás. Justo en ese momento aparece un tren en la lejanía y el maquinista, viendo al buen hombre y al burro en medio de la vía, activa la alarma del tren. Sin embargo, ante la insistencia del silbido de la máquina, el baturro se caló la boina, puso los brazos en jarra y mirando desafiante al tren gritó: “¡chifla, chifla, que como no te apartes tú…!”

En palabras del ínclito consejero, de este hombrín que se cree el ombliguín del mundo mundial y que, sin embargo, en cuanto deje la política, se dará cuenta hasta qué punto tenía razón él mismo, al afirmar que “las personas no son imprescindibles” (sobre todo algunas, añade socarrón el Húsar), pues va a sufrir más desplantes que el mismísimo toro de Osborne, nos espeta, sin cambiar el gesto adusto que adorna su cara: “si alguien no comparte la integración de cajas, que se aparte”.

¡Ojo al Cristo que es de plata! No me lo cabreen más que nos tememos lo peor…

Obedezcan al muchachote este que, cual primo de Zumosol, aunque venido a menos, nunca se sabe hasta dónde puede llegar su masa muscular, su poderío o, simplemente, su mal gerol. ¿Acaso es que nos va a arrollar como Belauste a los suecos? ¿Se siente quizá la purita representación de la furia española, más rancia, más añeja y más cerril? ¡Pero no se da cuenta ya de que hasta la selección juega de otro modo! ¿O será, más bien, que se postula como la mismísima reencarnación del baturro? Hombre, sería mucho peor y habría, necesariamente, que encerrarlo en una loquería, si se creyera la locomotora Mikado; habría superado, incluso, ya el complejo de Napoleón… ¡Lagarto, lagarto!

Conclusión: que los de la pasta se vayan atando los machos, las mulas, los borricos o lo que manejen, aparquen los todoterrenos, los vehículos oficiales y sus correspondientes chóferes y pongan, de inmediato, sus barbas a remojar; no tienen más que acordarse de lo que les ocurrió a los de Agelco en su fracasada intentona de convertirse en “la compañía aérea de la región”, chimpón. ¡Y a mí que hay algo que no me cuadra…!

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